El viejo catecismo Ripalda
decía que fe es "creer en lo que no se ve". Cuando los españoles manifiestan
haber perdido su fe en los políticos -el sabio abogado Antonio Garrigues dice que "la clase política se ha anquilosado y
tiene nula capacidad de autorregeneración", lo que debería preocuparles a
ellos, pero mucho más a nosotros-, deberíamos hacer lo imposible por mantener
la credibilidad en las instituciones y, sobre todo, en las que sostienen no ya
el Estado de Derecho sino todo el edificio de la confianza social. Pues
tampoco.
Los escándalos en torno a
la Agencia Tributaria -esa institución a la que todos miramos mal, pero que se
había ganado un prestigio importante de eficacia, independencia e
imparcialidad- necesitan una respuesta seria y contundente desde el Poder. No
se puede dar la espalda a unas denuncias tan graves, porque la pérdida de
credibilidad es el primer paso para acabar en la desafección social. No podemos
pasar de aquello de "Hacienda somos todos" al "sí, pero unos más que otros y
todo controlado, manipulado, dirigido por el poder político o económico".
Lo mismo se puede decir de
la Justicia. Sabemos que el Tribunal Constitucional y el Consejo General del
Poder Judicial se forman tras un reparto de cromos entre los partidos que,
lógicamente, esconden, o parecen esconder, un reparto también de otras cosas.
Es lamentable que partidos que no se hablan y no son capaces de alcanzar ningún
acuerdo, pacten sin problemas el reparto del poder con nombres y apellidos,
algunos con un pasado de militancia extrema o vinculaciones llamativas. El
Constitucional juzga sobre asuntos que afectan a los partidos y la sospecha de
parcialidad es grave. Pero su descrédito y sus errores -como sostiene Santiago Muñoz Machado- anulan no sólo
su credibilidad sino, sobre todo, su autoridad. Lo mismo sucede con el Poder
Judicial. Después del pacto para su formación, los veinte vocales han aceptado
disciplinadamente votar a un candidato a la presidencia y otro a la
vicepresidencia que no han elegido ellos
y sobre los que ni siquiera han debatido. Rajoy
y Rubalcaba ya lo tenían pactado. Lo
mismo sucedió con Divar -entonces entre Zapatero y Rajoy-. La Justicia se
aprieta la venda de los ojos para no ver nada.
Y, luego, el cambalache de
media docena de bancos, ninguno español afortunadamente, para pactar el euribor
al alza o a la baja y repartirse las ganancias sin tener que bajar las
hipotecas o remunerar los depósitos a un tanto por ciento mayor. Todos estos
ejemplos, que lamentablemente ya no sorprenden a nadie ni provocan
manifestaciones en las calles, son un escándalo y un disparo mortal en el
corazón del Estado democrático. Y aunque funcione mal, es lo único que tenemos.
francisco.muro@planalfa.es