Hablemos ahora del futuro
lunes 18 de noviembre de 2013, 07:54h
Ahora que hemos salido, según parece, de lo malísimo para
estancarnos en lo muy malo y reconfortarnos con la proximidad de lo simplemente
malo. Ahora que los pontífices infalibles nos anuncian un futuro más piadoso
con nuestras desdichas actuales, resuenan en el aire las grandes preguntas que
nadie quiere contestar: dónde se van a colocar los millones de parados que
malviven en la estadística y cómo vamos a devolver la enorme millonada de euros
que debemos en los mercados de prestamistas. Muchos familiares y amigos,
suponiéndome unos conocimientos que no tengo, confundiendo la experiencia
periodística con la capacidad adivinatoria que sólo poseen los analistas de lo
impredecible, me interrogan sobre tales futuribles. Me gustaría responderles con alguna previsión concreta, optimista si
pudiera ser, pero me desenvuelvo por la vida tan desinformado como ellos. Me temo,
sinceramente, que los malandrines financieros que nos manejan tampoco sepan muy
bien cómo estaremos y cómo será nuestra
España en los tiempos venideros.
En la cuneta de la crisis han quedado aparcados cinco
millones de trabajadores y volver a emplearlos parece un reto tan formidable
como inverosímil. Muchos de ellos se ocupaban en la construcción, pública o
privada, pero aquel milagro se desvaneció y con él la entelequia del ladrillo y
sus industrias auxiliares. Tanto despropósito nos ha dejado un millón de
viviendas sin vender, miles de pequeñas y medianas empresas cerradas y una
legión de obreros sin cualificar en la colas del paro o camuflados en la
economía sumergida de la subsistencia.
En los años ochenta, perdida la batalla de la productividad
con los países más competitivos, desmantelamos gran parte de los sectores de la
siderurgia, la minería y el naval. Después convertimos en terreno urbanizable
las superficies industriales que rodeaban las grandes ciudades y cerramos las
fábricas que allí había o las trasladamos a localizaciones del llamado Tercer Mundo.
Dejamos abandonadas a su suerte la agricultura y la ganadería y terminamos por
vender las compañías punteras levantadas en los años del desarrollismo a las
multinacionales extranjeras. Nos apostamos lo que teníamos a la carta de la
especulación financiera y la burbuja inmobiliaria y salimos del casino sin un
euro en los bolsillos.
Muerto el perro que se ataba con longanizas de dinero barato
y parcelas edificables, agotado el consumo desaforado de aquella especie de
quimera del oro, abandonados tantos oficios menores que daban de comer a tanta gente:
¿quiénes y cómo van a crear empleo para tantos desocupados? Afortunadamente,
muchas compañías se defienden como pueden o colocan en el exterior lo que aquí
no se compra, comportamiento admirable que sólo nos garantiza el mantenimiento
de los puestos de trabajo supervivientes y muy poco más. Esperar una
presumible bonanza económica, tan lejana
como paulatina, no parece la fórmula más radical para resolver este drama
nacional. Responsabilizar, por otra parte, a los emprendedores de la
reactivación del mercado laboral es más propio de voluntariosos iluminados que
de gestores cualificados y bien informados. La mayoría de los llamados
emprendedores, iniciados en la mística del negocio por pura necesidad, no son
mucho más que currantes autónomos que se buscan la vida en la devastada
coyuntura económica que padecemos. Bastante tienen con ganarse un jornal
decente como para que les encarguemos también de colocar al prójimo. Tendrían que explicarnos
cuál es el modelo productivo que debería
suceder a la milagrería del andamio y cómo vamos a financiar la vida de
todos aquellos que no tendrán nunca más la oportunidad de volver al tajo.
Otra cuestión por resolver, de magnitud tan extraordinaria
como la anterior, no es otra que
gestionar cómo vamos a devolver los novecientos mil millones de euros que el
Reino de España debe a fecha de hoy. Una buena tajada de lo que se recauda en cada
ejercicio se destina a pagar la deuda y sus intereses, cantidad que se
descuenta después a la prestación de servicios públicos y a la productividad
dinamizadora de la economía nacional, malformación presupuestaria que se
agravará según precisemos más dinero
prestado para financiarnos. Los que están en el Gobierno no despejan tales
interrogantes; tampoco los que desaparecieron y ahora vuelven, ni los que se
esconden en los particularismos o en la cómoda radicalidad de las minorías
parlamentarias. Todos callan y así es muy difícil recuperar la esperanza.
Hablemos ahora del futuro.