sábado 12 de octubre de 2013, 12:46h
El otro día
estuve dos horas por las calles de Madrid y se acercaron más de veinte personas
a pedirme limosna. Los había de varias nacionalidades, de distinta edad, de
diverso sexo. Aunque si en algo coincidían todos era en el agónico pulso de la
mirada y en el uniforme andrajoso que vestía sus cuerpos. Algunos usaban solo
para pedir su tristeza vagabunda, su destartalada presencia física, y otros,
poseedores de alguna pericia musical, tocaban el saxofón o la guitarra, y bajo
los acordes de Paquito El Chocolatero o El
concierto de Aranjuez, pasaban la gorra después de tocar mirándonos como a
mecenas del renacimiento. Las calles soleadas de Madrid, atestadas de gente que
solo pensaba en sus asuntos, o harta ya de ser abordada por rostros
angustiosos, parecían ajenas a tanto sufrimiento cotidiano.
Me
da mucho pudor revestirme de alguna autoridad moral, y tengo odio a cualquier
tipo de exhibicionismo caritativo, pero tengo que confesar que por un momento
tuve que salir de la calle porque las lágrimas se desbordaban de mis ojos. Los
que somos de provincias no estamos acostumbrados a esta procesión de almas en
pena. No podemos mirar con ajenidad o desprecio esas demandas de gente que se
siente en las últimas. Por eso aparte de quedarnos con los bolsillos secos, se
nos rompe el corazón después de poner la moneda en las manos sucias, de decirle
al pobre que no se preocupe, que no nos molesta.
Pero
la gran ciudad respira sin dolor estas letanías andantes que a diario la
invaden. Incluso se ha acostumbrado a ver mal a los indigentes tachándolos a
veces de mentirosos, otras de drogadictos culpables, cuando no de vagos que se
quieren escaquear de la sentencia bíblica, y no quieren sacar el sudor de su
frente volviéndose parásitos insaciables. Algo así me dijo el que iba conmigo,
madrileño ya con la piel tan dura, que a cada pobre que se acercaba, lo
despedía con aire de insoportable molestia. Y no solo él. Estuvimos en una terraza y éramos poquísimos los que
atendíamos las pequeñas esperanzas de aquellos desesperados.
En algún momento llegué a pensar que la solidaridad ha muerto. Que en
esta época que se desprende con facilidad de tantas cosas bellas del pasado, la
piel se ha vuelto corteza mustia y ya no hay sed por dar al que no tiene. Mi
amigo me dijo que él paga impuestos y que corresponde al gobierno dar una
solución al problema. Y quizá tenga razón. Pero mientras el gobierno se entera
del inmenso dolor que existe, los que pagamos todo, no podemos mirar para otro
lado. Al menos debemos exigir que en el corazón de hierro de los gobernantes
comience el pulso a ser más humano. La indigencia crece a diario. La solución
no puede ser no enterarse del asunto.