Octubre es mes de
inquietudes. Y de revoluciones. Y de involuciones. Olvidados ya hasta los
rescoldos de las pasadas vacaciones, empieza un curso escolar marcado por el
descontento y la hostilidad hacia quien, en el Gobierno, pilota la reforma
educativa. No se habla de otoño laboral caliente acaso porque los sindicatos
están bastante ocupados ya en atajar el desprestigio que han acumulado, azuzado
por algunas escandalosas revelaciones en el manejo de sus fondos. Pero si de la
llamada clase política y del estamento sindical pueden esperarse pocas
novedades, la calle empieza a hervir. Este fin de semana, grupos
antimonárquicos trataban de llegar al Palacio Real para, en estos momentos de
oleaje institucional, protestar contra la Corona. De acuerdo: eran apenas un
millar. ¿Cuántos serán los que se manifiesten el próximo sábado, convocados por
plataformas indignadas, contra la situación económica y política? ¿Cuántos los
que, el día de la fiesta nacional, se lancen por la vía de los abucheos a quien
en ese momento represente la máxima dignidad, es decir, el Príncipe de
Asturias? ¿Cuántos los ultraderechistas que quieren 'tomar'
Barcelona esa misma jornada para protestar contra los vaivenes secesionistas de
Mas y la 'complicidad' de otros partidos? Y, por fin, ¿cuántos
estudiantes y profesores saldrán a la calle dentro de unas semanas para indignarse
por los 'recortes' en educación?
Hasta ahora, los
manifestantes no son, la verdad, demasiados; pero, de la misma manera que
elabora una tesis sobre la mayoría silenciosa que se queda en casa cuando los
de la Diada forman una cadena humana, el Gobierno tendrá que tener en cuenta
también que el descontento no se limita a los miles -muchos o pocos, que
los organizadores siempre dicen una cosa y la policía municipal, otra-que
salen a la calle. Tengo la experiencia personal de cada jueves en la Gran Vía
madrileña, cortada por apenas un centenar de personas desesperadas que fueron
arruinadas con engaño por las tristemente famosas preferentes; la principal
arteria de la capital queda cortada durante una hora y la repercusión de la
manifestación es tremenda, para mal, dicho sea de paso, de conductores, viandantes
y comerciantes . Y para mal también de la credibilidad de quienes, pudiendo
hacerlo, no arreglan la situación de esas docenas de familias que todo lo
perdieron.
Este es un país al que las
encuestas señalan como desilusionado, y esos tímidos 'brotes verdes'
que ocasionalmente se nos muestran no bastan para encender la esperanza cuando
el ministro de Hacienda va a llevar este lunes al Parlamento un proyecto de
Presupuestos que habla de que en 2014 se crearán, como mucho, veinte mil nuevos
puestos de trabajo. Una gota en el océano de esos seis millones de parados,
abocados a buscarse la vida, en el mejor de los casos, emprendiendo algo con
incierto resultado y, en el peor, agarrándose como sea a la balsa de la economía
sumergida.
Muchas cosas van a ocurrir en
este mes de octubre que ya viene anunciado por un calendario de expresiones del
descontento. Algo hay que hacer; puede que Rajoy, desde Japón, pronuncie
algunas palabras que nos certifiquen su escasa voluntad de propiciar cambios
importantes. Pero ya he dicho alguna vez que es inútil pretender que nada pasa.
Pasa mucho. Entre otras cosas, el tiempo, que corre que es una barbaridad y
todo lo barre a su paso.
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