Por si fueran poco las cifras
del paro de agosto, que tienen eufórico, tampoco se sabe muy bien por qué, al
Gobierno, ahora nos dicen que los españoles hemos crecido doce centímetros en
el último siglo. Ya medimos, de media, algo más de 1,75 metros, cuando a
comienzos del XX no pasábamos de 1'63. Bueno, ya solo falta que otorguen
a Madrid los Juegos Olímpicos de 2020 para que la alegría del país oficial sea
completa: volvemos a los viejos buenos tiempos. Entonces sí que nos sentiremos
inmersos en el espíritu de Coubertin, 'Altius, citius, fortius',
más altos, más rápidos, más fuertes. Y, sin embargo...
Claro, lo malo es que todo
tiene una segunda lectura, o una interpretación que, como aquella inolvidable
novela de
Cortázar, 'Rayuela', puede realizarse comenzando por
cualquier capítulo, y no necesariamente por el primero (ni por el último), que
es el mero planteamiento, y no el nudo de la cuestión. Los datos del paro de
agosto ya están siendo objeto de (comprensible) controversia, y el crecimiento del
tallaje hispano corre paralelo al del resto de los países europeos, si bien es
cierto que aquí, en función de las circunstancias políticas, económicas y
alimentarias -es decir, en función de los datos que muestran la riqueza
de una nación--, hemos crecido un poco más (un centímetro) en algo menos de
tiempo (treinta años, entre los cincuenta y los ochenta).
Lo que no miden ni el estudio
de los 'Oxford Economy Papers' ni el de la Universidad Autónoma de
Barcelona es si, además de más altos, los europeos en general -y los
españoles en particular-- somos más sabios. Por lo que respecta a la totalidad
del Viejo Continente, los dislates son cada día más espectaculares y mire
usted, si no, el caótico espectáculo sobre la intervención militar en Siria,
que es el último ejemplo de incompetencia. Si nos atenemos a lo que padecemos
todos los días aquí en casa, habrá que comprobar si los parados son, vaya usted
a saber por qué, algo más bajitos que los 'yuppies'. Lo mismo puede
decirse sobre los pensionistas, que no alcanzaron la era del crecimiento, y que
ven aumentar algo, cuantitativamente, el tamaño de sus pensiones, aunque
cualitativamente puede que disminuyan: ya se sabe que esto de las estaturas es,
cuando comparamos, un estado de espíritu. Y me temo que algún día acabaremos
comparando el crecimiento (físico) de los catalanes con respecto al del resto
de los españoles. Todo eso demostraría, por si otras evidencias no fuesen
bastante, que la sabiduría no corre en paralelo al número del calzado que
usamos. Puede que seamos más altos y más fuertes porque nuestros padres se
sacrificaron para que comiésemos mejor. Pero ¿somos más cultos, más demócratas,
más equitativos? Más allá de los resultados de Pisa, tan descorazonadores, aquí
no cabe aplicar los resultados inapelables de las estadísticas.
Permítame, y no es solamente
una chanza intrascendente, que, a fuer de ser más bien tirando a bajito -un
producto de mediados del pasado siglo, al fin y al cabo--, uno no acabe de ver
ni las ventajas de ser tan alto (métase usted en un avión del puente aéreo y ya
me dirá), ni que la cosa del empleo vaya tan, tan bien, ni acabo de ser tan
optimista, ojalá me equivoque, sobre las posibilidad de que nos caigan los Juegos
Olímpicos este sábado en Buenos Aires, y mira que nos hemos llevado a Argentina
una buena cantidad de esos jamones ibéricos que nos sirven de embajadores y que
ahora están al alcance de más ciudadanos que hace medio siglo, por ejemplo.
Bueno, menos mal que quien hará la presentación final de los españoles ante los
señores del Comité Olímpico, esos españoles
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El blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'>>