jueves 29 de agosto de 2013, 16:50h
El escritor
Jules
Renard
recomendaba: "di la verdad de vez en cuando para que te crean
cuando mientes" y para Aristóteles, "el castigo del embustero es
no ser creído aun cuando diga la verdad". Ninguno de los dos
presenció lo que está pasando hoy, especialmente en la política,
también en la cultura, en las redes sociales o en la ciencia, pero
la mentira, que hoy está instalada en todas partes, forma parte
consustancial de los hombres desde Adán
y Eva.
La diferencia entre casi todos nosotros y los mentirosos compulsivos
-todavía no he hablado de los políticos, aunque lo parezca- es
que éstos han hecho un máster y nosotros sólo aprendimos en la
escuela.
Y aunque nos
debería repugnar la mentira y deberíamos rechazar y excluir a los
mentirosos, sobre todo, de las funciones de representación pública,
nos hemos acostumbrado a convivir con ella, a tolerarla y hasta a
premiarla. También es muy diferente la educación sajona de la
católica y su rechazo a la mentira. Al menos hasta ahora. A Clinton
le condenaron social y políticamente no por haber tenido relaciones
sexuales con una becaria sino por mentir al Congreso. Ahora sabemos
que la Agencia de Seguridad Norteamericana (NSA) ha espiado a cientos
de miles de ciudadanos y a numerosas organizaciones internacionales
no sólo sobre asuntos relacionados con el terrorismo sino incluso
con patentes industriales y con información política y económica
muy sensible. Orwell
ya es una antigualla. Y el presidente Obama mira para otro lado que
es una manera de mentir y de defraudar todas las expectativas de los
que le eligieron para garantizar la democracia.
Aquí, entre
nosotros, los políticos que no dicen la verdad -que son casi
todos- se han autoconvencido de que no mienten. Simplemente disfrazan
los hechos de acuerdo con sus intereses y son capaces de sostener hoy
una cosa y mañana la contraria sin que se mueva un músculo de su
cara. Lo hacen de manera parecida los que gobiernan, los están
temporalmente en la oposición y los que saben que nunca llegarán a
tocar el poder. Vivir por, de y para la mentira, tiene un coste que
no aparece en ningún libro de contabilidad pero acaba formando parte
de los Presupuestos Generales del Estado. ¿Quién va a confiar, para
invertir o para desarrollar un proyecto, en un país que está
instalado en la mentira? Dice un proverbio judío que "con una
mentira suele irse muy lejos... pero sin esperanzas de volver". A
algunos, de momento, no les preocupa regresar a ningún sitio;
simplemente tratan de agarrase al que detentan y que no se lo quite
nadie. Incluso si se van se procuran un salvavidas que les proteja de
las mentiras del pasado.
El poeta inglés
Alexander
Pope
afirmaba que "el que dice una mentira no sabe la tarea que ha
asumido porque estará obligado a inventar veinte más para sostener
la certeza de esta primera". ¿Veinte sólo? Aquí algunos llevan
doscientas, incluso ante el juez, y sonríen como si fuera la
primera.