Desde Rusia, sin amor pero
con razón,
Edward Snowden sigue ganando batallas, quiéralo o no. La detención,
durante nueve horas en el aeropuerto de Londres, de
David Miranda, compañero
del periodista del 'Guardian'
Glenn Greenwald, que fue el primero
que publicó las revelaciones de Snowden sobre los masivos espionajes de la
Agencia de Seguridad norteamericana, es un bochorno para cualquier democracia.
Cameron, el ahora muy incómodo 'premier' del Reino Unido, y el
propio Parlamento, han echado toda la culpa sobre la policía británica, esa
policía que, recuerde usted, ha sido siempre presentada como modelo de equidad,
de respeto a los derechos humanos: ahora, en Gran Bretaña, cuando llamen a la
puerta de madrugada nunca estaremos seguros de si es el lechero o un grupo de
agentes especiales que te van a acusar de terrorista por convivir con un
informador que ha publicado noticias 'incómodas'.
Como si noticia no fuese todo
aquello que 'alguien', especialmente los rectores de un Estado que,
por muy demócrata que se proclame -y sea--, se salta las normas
democráticas, no quiere que se publique. Como si el deber de los medios de
comunicación, consagrado por largos años de práctica democrática, no fuese
difundir todo aquello que los ejecutivos, los legislativos, los judiciales, hacen
de manera irregular o cuestionable. La función misma de la prensa, esa vieja
dama gris de cuya independencia tanto presumen los anglosajones, ha sido puesta
en peligro. Primero, por los espionajes de
Obama -que no me hablen de la libertad
de la CIA, de la NSA o de quien ellos quieran: es el presidente quien ordena en
última instancia-sobre los redactores de una agencia de noticias. Ahora,
por la detención ilícita en Heathrow -ya sé, ya sé que no es ilegal: pero
¿quién hace las leyes?-del novio de un periodista que fue algo más lejos
que los demás en sus revelaciones.
La larga sombra de Snowden,
el ex contratado por la CIA que consideró su obligación -no me constan
otros motivos-revelar hasta dónde llegaban los manejos del 'gran
hermano' global, planea sobre todo este desastre para la causa de la
democracia. Que una persona patentemente ajena a cualquier actividad terrorista
sea detenida, cacheada, interrogada y desposeída de algunos de sus bienes
durante nueve horas de impotencia para la víctima es, simplemente, indignante:
se trataba de atemorizar al periodista que vive con él, y al que era mucho más
difícil someter a las mismas vejaciones que a su novio . Que se hayan tendido
trampas increíbles -pero creídas-contra el fundador de Wikileaks,
Julian Assange, creando pruebas para presentarle como un violador, en un afán por
llevarlo a territorio norteamericano para ser allí convenientemente 'juzgado',
es kafkiano. Que se haya llegado a insinuar la pena de muerte para el soldado
Manning, informador de Assange en las 'filtraciones'
comprometedoras para el 'establishment' americano, es, sin más, un
proceso medieval. Que desde las correspondientes oficinas de Washington se haya
amenazado -nunca se demostrará, claro-a otros Estados si se atrevían
a dar refugio a estos perseguidos, es, sin más, una violación de las
convenciones internacionales. Hay ocasiones en las que uno lamenta haberse
proclamado admirador de Obama y de esa democracia que, sin duda, sigue vigente
y triunfará en la nación de las libertades.
Todo eso ha ocurrido, está
ocurriendo, ante nuestras propias narices. A esto hemos llegado. Aún hay
quien, aquí, en España, donde tantas cosas cuestionables suceden todos los días,
se atreve, como el ministro de Justicia nada menos, a insinuar que se deberían
instalar 'troyanos' en los ordenadores de algunos 'sospechosos'.
¿De qué eran sospechosos Miranda, Assange, Snowden, Manning? ¿Tal vez de haber
puesto en riesgo la seguridad del Estado, o más bien de haber revelado cómo el
Estado pone, a veces, en riesgo la libertad de los ciudadanos invocando falsas
razones de seguridad?
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El blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'>