Un muy conocido periodista español, muy en boga en estos
momentos de revelaciones sensacionales, se queja de ser seguido por los
servicios del Estado, o por otros, interesados en saber con quién se encuentra,
con quién almuerza, a dónde va, ese influyente director del diario que trae de
cabeza estos días al partido gobernante. Sin ser, ni de lejos, la décima parte
de importante, alguna vez he tenido constancia de escuchas a mi persona o al
medio donde me desempeñaba, y me parece que buena parte de mis colegas habrá
tenido idéntica sensación. Supongo que no siempre son elementos policiales o
los espías oficiales los que nos controlan: denuncié en su día a
José María
Ruiz Mateos por haber difundido en las redacciones una transcripción de mis
conversaciones a través del teléfono móvil, que gentes contratadas por él
controlaban; él ni se molestó en desmentirlo, y más bien lo confirmó en una
entrevista radiofónica, en la que se jactaba de que quien le criticaba en la
prensa, se las pagaba todas juntas. Otra vez, quien entonces era ministro del
Interior,
Antonio Asunción, me mostró, muerto de risa, la versión que había
hecho el CESID -hoy CNI-de una conversación que ambos, y otra
colega, habíamos mantenido en un restaurante: habían tenido las santas narices
de ponerle un micrófono bajo la mesa al mismísimo responsable de la policía.
Supongo que esos malos hábitos continúan, y no lo digo solamente
por las actividades lamentables de la compañía Método 3, ahora tan famosa por
haber sido utilizada incluso, o quizá fundamentalmente, por los partidos políticos
catalanes para espiarse los unos a los otros y a sí mismos. Por eso, no me
extraña la denuncia del famoso, influyente y temido periodista. Lo que ocurre
es que aquí, en España, tenemos un espionaje de andar por casa, muy doméstico,
de husmear en los armarios a ver quién entra y sale de ellos, de infidelidades
matrimoniales -a ver qué chantaje se puede hacer algún día--, de
curiosear en la vida de los famosos, comenzando por el Rey. Fuera, las cosas se
hacen de otra manera, a lo grande, y no ha sido necesario el lamentable 'caso
Snowden' para saber que la
Agencia nacional de Seguridad americana se mete en los teléfonos,
los ordenadores y las vidas de cientos de millones de personas, periodistas,
políticos, empresarios -que esa, la guerra industrial y comercial, es
otra-y, de paso y ya que estamos, gente anónima, viandantes que, para los
maníacos de los micros, los auriculares y los catalejos, pueden ser terroristas,
al menos en potencia.
En esta batalla entre la seguridad y la libertad, yo me
inclino siempre por la libertad. Entre
Snowden y el director de la CIA, por Snowden. Y por
Assange y el soldado
Manning. Entre otras cosas, porque ya se ve que uno no
puede estar seguro con quienes dicen defender nuestra seguridad. Dice el
ministro de Justicia, don
Alberto Ruiz Gallardón, que estudia meter 'troyanos'
en los ordenadores de personas sospechosas. Esos 'espías electrónicos',
que pueden destrozarnos el sistema del ordenador tras haberlo espiado, son una
muestra más de que la tecnología se usa, cuando cae en manos todopoderosas, en
nuestra contra. Espero, de verdad, que las 'tácticas
Obama' --y de
sus antecesores-no calen en nuestros pagos. Espero que alguien demuestre
que mi famoso colega, y otros que ya digo que no lo son tanto, puede ejercer su
misión sin vigilancias ni cortapisas. Y espero, de paso, que se metan los
troyanos por donde les quepan.
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El blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'>