lunes 22 de julio de 2013, 08:55h
Se cuenta en la Biblia que,
después de que Moisés condujera al
pueblo israelita desde Egipto hasta la tierra prometida, al llegar al monte Sinaí subió
solo a hablar con Dios. Como
tardaba mucho en bajar, el pueblo hebreo se impacientó y pidió a Aarón, hermano
de Moisés, que construyera un ídolo con el que hacer más llevadera la espera.
Aarón accedió y fabricó un becerro con los
miles de aros de oro que fueron
aportando los israelitas y que él fundió
en una pieza que, cuando Moisés vio, después de permanecer 40 días en el Sinaí trayendo ya consigo las Tablas de la Ley,
tras contemplar a sus pies el lamentable espectáculo, se
pilló un cabreo de tal calibre que destrozó
al uno, el becerro, y a las otras, las tablas con los diez mandamientos.
No sé por qué -asunto tan
arduo lo dejo en manos de algún
experto psicólogo de la
escuela freudiana y, a ser posible,
argentino- cada vez que veo a
alguien absolutamente ausente del mundo que le rodea con un
móvil de nueva generación entre las manos, pienso en ese pasaje de la Biblia. Posiblemente porque
el poder de fascinación de
los smartphones, Iphoness, tablets, Ipads y artilugios similares debe ser algo parecido al que sintieron los israelitas delante de ese falso
dios que les construyó Aarón
representado por el becerro de oro.
Sutil
esclavitud
Todos nos hemos visto involucrados en más de una ocasión en discusiones más o menos encendidas -unas veces como
sujetos agentes y otras como pacientes- con nuestras parejas, hijos, parientes allegados, amigos o compañeros que, en el mejor de los casos, nos han hecho
reflexionar acerca de los
efectos nocivos que pueden tener
para nuestra convivencia si les damos
más importancia de la debida a todos
estos aparatillos tan útiles por un
lado, como perniciosos por otro, si
no somos
capaces de situarlos en el sitio apropiado dentro del ranking de intereses particulares. Otros, sin embargo, y creo que,
por desgracia, son inmensa mayoría,
siguen dando a estos
diabólicos juguetitos de nuestro
tiempo el lugar central de sus
existencias.
Los gadges informáticos
(incluyo aquí desde el PC
hasta la última generación de móvil que
ha caído en nuestras manos o que nos gustaría que cayese) ha generado en nosotros, ciudadanos occidentales avanzados y que nos creemos la mar de libres, una suerte de
esclavitud sutil, imprecisa y amable, que
encierra, sin embargo, una alienación brutal en forma de adicción terrible a estas maquinitas que son capaces
de lograr (no hay más que echar un
vistazo a nuestro alrededor) que los padres acaben prestando más atención a los
watsapp, los mensajes, las redes sociales y los e-mails, cuando no a los centenares y centenares de juegos y
pasatiempos que nos brindan, que a sus
propios hijos.
Más de una vez me he preguntado
con Andrés Madrid, un periodista, colega y agudo
espectador de la realidad que nos
rodea, en qué medida las nuevas tecnologías no han podido estar detrás del extraordinario número de niños que este verano de 2013 han perdido la vida en
piscinas, playas, lagos y ríos de la geografía hispana porque sus
padres no han seguido
con la atención debida las evoluciones de sus hijos en lugares
que, en apenas unos segundos,
pueden convertirse en el comienzo de la segunda y atormentada parte de
sus vidas. Muchas veces el dilema es muy simple: o vigilas a tu hijo, o la pantalla del móvil. Estar atento a las dos es, sencillamente, imposible.
Columnista y crítico teatral
Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)
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