Estamos
ente el gran momento. Una oportunidad quizá irrepetible de actuar con sentido
de Estado. Una época de reformas imprescindibles que podrían fracasar por los
egoísmos de unos, por la miopía de los otros y por la falta de grandeza de los
más. Hay motivos para un cierto optimismo -
Mariano Rajoy va este jueves a
Europa arropado por una inmensa mayoría del Parlamento; qué oportunidad perdida
por alguna formación política en ascenso de participar en la fiesta del
acuerdo...--. Pero también hay razones para algo más que un razonable temor a
que todo naufrague, y ahora sería por nuestra culpa; que no se molesten en culpar
a Bruselas o a Berlín en este caso.
Un
ejemplo o, mejor, el gran ejemplo. Qué duda cabe de que la 'propuesta
Sáenz de
Santamaría', sobre reforma de las administraciones públicas, está levantando
polvareda. Y no poca, como es lógico, dado que se propone la supresión de
cientos de organismos enquistados en las autonomías, cuyas funciones bien
podrían ser asumidas por el Estado. "Esto es una recentralización", han clamado
desde la Generalitat
de Cataluña, donde no parecen en absoluto interesados en renunciar ni a su
defensor del Pueblo, ni a su propio centro de investigaciones demográficas, ni
a su instituto meteorológico, ni a sus 'embajadas' en el extranjero, ni...Otras
autonomías se han unido al coro y, así, en Andalucía han puesto el grito en el
cielo, entre otras cosas, por el intento de supresión de 'su' defensor del
pueblo, que acaba, por cierto de tomar posesión del cargo en medio de
considerable boato. En el País Vasco, lo mismo: ¿cómo suprimir una institución
tan enraizada en el ánimo del pueblo como el ararteko, el defensor del pueblo
autóctono?
Pues
miren, ya que traemos a colación al ararteko; tal vez suprimir la figura, pura,
simple y llanamente sea excesivamente radical. Lo admito. Pero sucede que en la
oficina del ararteko trabaja casi un centenar de personas, de las que sesenta
-60-tienen sueldo de director general. ¿Quizá las arduas funciones del defensor
del pueblo vasco se podrían realizar con algo menos de dispendio? Quizá. ¿Puede
que se esté disfrazando de autóctono lo que no es sino clientelismo político?
Puede, sobre todo si se considera que 'los sesenta' proceden todos de
nombramientos peneuvistas y, en menor medida, socialistas, es decir, de
partidos que gobernaron. ¿Es una muestra más en el mar de los despilfarros
autonómicos? Lo es.
El
caso es que la reforma que impulsan la vicepresidenta y su equipo -en el que
destaca otro abogado del Estado,
Jaime Pérez Renovales- es imprescindible,
lógica... y consensuable. Resultaría difícil de entender que formaciones como
el PSOE, IU y UPyD no negociasen para mejorar las medidas aún no
definitivamente aprobadas en una tramitación parlamentaria que debería ser
rápida, aunque, lamentablemente, sospecho que vamos a asistir a una nueva
batalla entre las formaciones nacionalistas y las que cuentan con implantación
nacional. Puede que ese clamor nacionalista se aplazase algo -o, al menos, se
vaciase de toda justificación-si, efectivamente, se adelgazase también el
Estado central: sí, sobran ministerios, asesores, jefes y subjefes de Gabinete,
elefantiásicos servicios de comunicación. Quizá sobren hasta bastantes
diputaciones provinciales. Eso es negociable, porque la reforma de las
administraciones tiene que tener un ámbito central, uno autonómico y uno local,
para no hablar ya específicamente de ciertas instituciones.
Creo
que ya no queda otro remedio, si queremos salvar al Estado, modernizarlo y
racionalizarlo, que poner manos a la obra. Tengo la impresión de que no se ha
valorado suficientemente el reto que supone esta primera -y tímida- lista
elaborada por el Gobierno, de poco más de doscientas medidas, para empezar a
afrontar la reforma del Estado. Porque habría que ir más allá, sacrificando,
como dijo la propia vicepresidenta, a esa clase política que hasta ahora ha
asistido casi impasible a la 'metida de mano' en el bolsillo del ciudadano de a
pie.
Quizá
nos encontremos ante el gran desafío reformista -ni
Merkel, ni
Durao Barroso,
ni la banca, ni los sindicatos, ni siquiera el laboral, tienen tanta
importancia como este- que tiene que afrontar el Gobierno de
Mariano Rajoy.
Ninguna medida de austeridad, ninguna otra reforma, será creíble por una
opinión pública ya muy escéptica con sus representantes, con los partidos, con
las instituciones, si no se entra a fondo en este recorte de lo superfluo del
Estado. Y no me diga usted, amable lector/a, que sesenta directores generales o
asimilados en el ararteko, y es apenas un ejemplo, no es una pasada de padre y
muy señor mío.
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