domingo 09 de junio de 2013, 09:40h
Goebbels lo dijo, cada vez que oigo la palabra cultura echo mano de
mi pistola. Es una excelente expresión del pavor que a algunos les
produce esa indómita palabra. Hoy no se echa mano de las pistolas, aquí
al menos, sino de algo que tiene mayor poder destructivo: el mando a
distancia. Cada vez que oigo la palabra cultura cojo el mando a
distancia, y disparo contra todo aquello que no este pleno de intensa
banalidad o histérica tertulia. Hoy se dispara con imágenes
audiovisuales que abordan la mente como piratas intentando apresar el
tesoro de la inteligencia.
Así, ocurre luego como en Asturias, no
hace mucho, cuando quitaron de un teatro público la obra de Shakespeare
Ricardo III, y la sustituyeron por otra de Arturo Fernández, cuya
capacidad interpretativa seguro que es envidia de la Royal Shakespeare
Company. El caso es que el amigo Fernández se sintió molesto porque lo
compararan con Shakespeare, pues dijo algo así como que no le gusta que
le comparen con gente extranjera. Al fin y al cabo es difícil competir
con alguien que ha legado a la posteridad el epíteto monina. Y sin
embargo Ricardo III sólo es un manual sobre la crueldad, quizá solo
superado por El Quijote. Es la historia de un malvado tullido que entre
el humo y las sombras de una batalla perdida, dijo: ¡Mi reino por un
caballo! Qué poco interesante. Mejor escuchar los hipidos, gansadas y
machismos tozudos del actor asturiano, modelo al cabo de lo que gusta y
divierte al pueblo.
Cada vez que oigo la palabra cultura echo
mano de mi corazón, para que no se me desangre de lástima. Y siento que
los intelectuales van siendo cada día más arrinconados en un suburbio de
letras sobre el que quieren poner una muralla. Y que los grandes
almacenes se llenen de libros escritos por gente que no sabe escribir
(para eso están los negros) pero son mediáticos. Lo más importante es
vender con la portada: rostro famoso, gresca en el aire, y luego dentro
letra gorda, ausencia de oraciones subordinadas, cuatro pamplinas plenas
de chismorreo o cochambre.
O esa aspiración de tanto periodista
mediático por emular a Goytisolo o Muñoz Molina, apareciendo con premios
que han cambiado la calidad literaria por el marketing literario. O
tanta memoria desbocada, buscando el titular, exprimir la figura
gastada, cobrar unos euros póstumos antes de desaparecer de la pantalla.
Se podría seguir desgranando el acoso a la cultura, así como ese
afán por desacreditar a actores, profesores, periodistas o escritores
que no se someten al reino de la banalidad. En fin, en duro cemento se
están apresando las neuronas públicas, y agria cizaña se siembra para un
futuro que huele a suburbio de la mente.