jueves 06 de junio de 2013, 18:55h
Creo que todas las personas que se han
dedicado al extravagante oficio de periodista, han tenido que hacer,
durante algún periodo de tiempo, crónica de tribunales. Recuerdo esa
etapa en una confusa mezcla de conversaciones con policías y largas
esperas hasta que llegaba la audiencia pública, pero lo que tengo claro
es que el fiscal era un señor muy severo, que solicitaba penas
gordísimas para el acusado, y que el juez rara vez colmaba las
aspiraciones del fiscal y, en las sentencias, imponía un castigo más
leve del pretendido por el fiscal.
He recordado ese detalle, porque en la instrucción del caso Blesa
las cosas son al revés de cómo yo las recordaba, y aquí es el juez el
que impone prisión incondicional, sin fianza, medida no muy frecuente en
delitos económicos -salvo que estén relacionados con redes de blanqueo,
terrorismo y otros mariachis- y es el fiscal el que se lleva las manos a
la cabeza y piensa que el juez se ha pasado tres pueblos.
Por si fuera poco, hay pendiente un recurso de la defensa en el
que recusa al juez basándose en una actitud de enemistad con el acusado,
que es algo así como si la Justicia no llevara los ojos vendados y
mirara por uno de ellos y, además, se hubiera puesto la balanza debajo
del brazo.
Desde luego, si el acusado metió mano en la caja o cometió la
malicia de comprar un banco por un precio superior para llevarse una
sustanciosa comisión, y ello se prueba, la medida me parece estupenda,
sea Blesa, Aquiles o su porquero. Ahora bien, si eso no tiene pruebas
fehacientes y contrastadas, y se basa en una cantidad que aparece
mencionada en un correo electrónico, entonces estaremos ante un juez que
se ha pasado en su entusiasmo vindicador hasta traspasar la frontera
que separa la administración normal de la Justicia del incómodo
territorio de la prevaricación.