jueves 30 de mayo de 2013, 19:05h
No se puede negar a nadie la
oportunidad de volver a la política activa y acomodarse de nuevo en los
butacones de la Moncloa. No parece oportuno, sin embargo, presentarse en
público como el salvador mesiánico capaz de resolverlo todo con su sola
presencia, un pronunciamiento soberbio que no suele funcionar nunca. De nada
valen los planteamientos corajudos contra la realidad tozuda de una coyuntura
adversa, por muy románticas y arrojadas que tales ofertas pueden parecerle al
respetable. Sería un insensato aquel que se imaginara a sí mismo como la última
de las soluciones a los males que nos arruinan, aunque nuestro hombre estime que
las cosas le fueron muy bien en el pasado y recibiera por ello el aplauso de
los suyos. Los paisajes cambian y nunca discurre por un río el mismo caudal que
ya pasó por la orilla un instante antes. Mariano Rajoy, sin ir más lejos,
viajero en otros cruceros gubernamentales más apacibles, acompañado de los
españoles que votaron un espejismo inalcanzable, ha comprobado tal realidad
incuestionable en pocos meses de ejercicio presidencial.
Algunos dirigentes místicos,
motivados por una fuerza interior que les aprieta el orgullo, se sienten obligados a responsabilizarse de sus
compatriotas sin que nadie se lo haya pedido. Se sienten inalterados por el
tiempo y vencedores indemnes de batallas olvidadas, guardianes de las fórmulas
magistrales que un día sanaron y tutores sempiternos de sus herederos;
características que les parecen suficientes para descender de su Olimpo y
reaparecer cuando les viene en gana, siempre con las tablas de la Ley en las
manos. La presencia de alguno de estos personajes, reencarnados como el
Comendador justiciero de Don Juan Tenorio, provoca escalofríos a sus colegas
más timoratos y cierta perplejidad compartida en los que abanderan hoy un
proyecto partidista. Últimamente, al calor de cierta histeria colectiva, se
suceden las apariciones y se multiplican las arengas a una población despegada
de sus políticos. José María Aznar, sin duda alguna, es el más prolífico de
todos.
Aseadito como siempre, coronado
con esa melenita de príncipe valiente, amparándose en un deje impostado, mezcla
de pijerío ilustrado y acentos americanos, Aznar parece arrepentido de aquella
retirada voluntaria con la que asombró al mundo en plena madurez. Sus críticos
advierten también en él un rencor recocido que le empuja a regañar al primero
que se encuentra por los pasillos, sobre todo si es de los suyos y gobierna los
destinos de un patrimonio que considera propio. Aznar atajaría la situación de
forma muy distinta a la empleada por sus compañeros mártires, se rodearía de
ministros muy diferentes a los elegidos por Rajoy y aplicaría toda la ideología
que identifica a la derecha liberal. Lo haría mejor y más rápido que nadie.
Teme Aznar que se le muera la mayoría natural del PP en la UVI donde permanece
ingresada y que todo su andamiaje social se venga abajo, una sospecha que le
resulta insufrible. Ya no se distrae con sus múltiples asesorías
multinacionales, tampoco le satisface entretenerse con la literatura biográfica
que practica, Aznar añora el protagonismo vital de otros tiempos y parece
dispuesto a recuperarlo.
Dice Felipe González que los
expresidentes son como los jarrones chinos, joyas dinásticas valiosísimas que
estorban allí donde se les coloque. Esta aseveración le cuadra perfectamente a
José María Aznar. Deberíamos ensamblar una estantería luminosa de representaciones
institucionales y encuadrar en ella a todos los que nos presidieron. De esta
forma es muy posible que dejaran de dar la tabarra, aunque sinceramente yo no
me fio nada del señor Aznar.