Aparecen
esporádicamente en algunos periódicos artículos más o menos largos, más o menos
especializados, sobre la necesidad de cambiar la estructura y el funcionamiento
de los partidos políticos españoles. Este mismo martes se presenta en Madrid un
'manifiesto' por una nueva ley de partidos políticos, suscrito por gentes que
no se dedican a la cosa pública, pero que han triunfado, hasta cierto punto, en
sus actividades privadas: son eso que se llama sociedad civil y que en España
es una realidad tan fragmentada. Tienen razón: cambiar el funcionamiento, tan
viciado, de las formaciones políticas es la primera y urgente medida para
regenerar la vida política en nuestro país, porque, al final, los partidos son
los que cimentan la vida democrática, y esta democracia, como dijo
Churchill,
puede que sea el peor sistema conocido, excluidos todos los demás.
Ni
siquiera estoy seguro de que se precise una ley de partidos para arreglar las
cañerías -y las paredes, y los suelos, y el tejado-de los que ahora existen.
Pero sí estoy seguro de que hay que abrir las reuniones de las ejecutivas, los
congresos y las conferencias sectoriales a la participación de militantes y no
militantes, al escrutinio de los medios, que también deben tener acceso pleno a
las cuentas, así como de que hay que exigir la celebración de elecciones
primarias y la limitación de mandatos. Mientras esto no sea así, se
reproducirán casos tan lamentables como los que han colocado en los titulares a
los ex tesoreros del PP, a los administradores del PSOE en el 'caso Filesa' y a
las direcciones de otros partidos nacionalistas en innumerables otros 'casos'
de corrupción y prepotencia, de variada nomenclatura, que han ido proliferando
a lo largo y ancho de la nación.
En
general, como alegan todos esos críticos del funcionamiento de nuestros
partidos, hay que admitir que no caben paliativos: este funcionamiento es
perverso. Los 'aparatos' han tomado el poder, repartiendo prebendas y castigos
a placer; las candidaturas siguen siendo cerradas y bloqueadas; los congresos,
un contubernio de pasilleos; la contabilidad -y ahora sí hablo especialmente
del PP-, un apaño que ninguna empresa privada podría sobrellevar...Y, en
general, la mentalidad de quienes rigen nuestras -porque nuestras son-formaciones
políticas sigue siendo la de una casta cerrada a las influencias exteriores,
que es precisamente lo contrario de lo que se pretendía en el origen de estos
partidos.
Lo
bueno de todo esto es que los ya casi continuos aldabonazos procedentes de esa
magmática sociedad civil, así como las concluyentes sentencias que envían las
encuestas, están movilizando las conciencias y las mentes de esa clase política
tan oligárquica, de manera que ya han empezado a moverse algunas cosas: por
ejemplo, en el PSOE, donde, por lo que he hablado con algunos responsables, han
percibido claramente, comenzando por su máximo responsable,
Alfredo
Pérez-Rubalcaba, que las cosas no pueden seguir así. Pues que cunda. Uno, por
su parte, sólo puede comprometerse a ser una más de esas voces perdidas que,
desde la independencia y el descorazonamiento, reclaman cambios, porque lo de
los partidos es apenas un primer paso: luego viene todo lo demás. Por eso,
amable lector esta machacona insistencia, por la que le pido perdón: nos va
mucho en ello.
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