domingo 05 de mayo de 2013, 09:09h
Ponte de rodillas niño, baja los ojos, todo el rostro, enlaza
tus manos debajo de la barbilla y pídele a Dios que te merezcas su cariño.
Luego reza un padrenuestro y arrepiéntete de tus pecados. Mi madre me lo decía
con una dulzura tan exquisita que convertía sus palabras en caricias y sus labios
en almohadones de viento. Luego, mientras estaba sentado en la silla, con la
penumbra de una siesta de otoño en mis ojos, la veía planchar en un rincón el
uniforme. Casi siempre el de mi padre, que era guarda. Tenía camisa gris y pantalón
oscuro.
El olor algo molesto del vaho y las telas se
extendía por la habitación. Mataba el viento que venía mojado por la sabina
albar de la puerta. Pero aquella vez mi madre estaba planchando otro uniforme.
No era el de mi padre. Era el de mi primera comunión. El primero que me ponía
en la vida. Ahora lo recuerdo. Tenía todas las orlas que uno pudiera imaginarse,
incluso ciertos anagramas de tela que había en las solapas parecían medallas al
valor, quizá conseguidas en las batallas que sucedían allí donde la mente obtiene
la hermosa libertad de imaginar.
Si hablamos de graduación militar, como el
uniforme lo decidía mi madre, tenía la de Almirante. Tan joven y ya con mando.
Pero era un Almirante con más registros que los del agua, pues su creador,
quizá habitado por una luz extraña, había realizado una simbiosis con la vestimenta
de la Orden de Calatrava, y al lado de las anclas y demás símbolos marinos estaba
el escapulario, emblema de un alejamiento del mundo, que entonces era lo
contario pues yo iniciaba la senda de la vida. También me acuerdo del manto,
blanco como la niebla, que me dijo mi padre representaba la humildad y
recogimiento que han de tener los grandes personajes. Y el birrete, que reflejaba
el respeto, y unos guantes blancos cuyo oficio era cubrir la desnudez de mi
piel sin corteza.
La casaca tenía la cruz de Calatrava en el
centro, y había dos hileras de botones y caponas en los hombros. El pantalón, de
paño grana, tenía faja de oro estafador, y por supuesto no llevaba espada, pues
al llegar a la iglesia solo vería la del Cristo nombrándome caballero de su
orden. El caso es que el uniforme era rimbombante y presuntuoso, pero bonito. Yo
me sentía predestinado a conquistas, salvamentos, qué se yo, todo lo que cayera
dentro de las manos del héroe.
Las percepciones infantiles son tan libres, y
la imaginación tan pura, que la posibilidad de sentirse lo que se representa es
intensa. Creo que en aquel momento nadie me habría convencido de que no era un
almirante de la Orden de Calatrava. Y tampoco de que el Cristo se volvería
saliva en mi lengua. Y que allí comenzaríamos a conversar en un lenguaje que
nunca se agota.