Érase
una vez un país que parecía querer dejar de serlo. Era tal el
desconcierto que ya hasta se aceptaban con resignación las derrotas
futbolísticas. También frente a Alemania, naturalmente. Era un país tan
desalentado que se tragaba como si fuesen un analgésico las encuestas
que decían que un 90 por ciento de sus habitantes desconfiaba mucho o
muchísimo de sus principales dirigentes. Una nación encogida de hombros
incluso cuando sus máximos expertos, a quienes se pagaba para acertar,
metían la pata hasta el corvejón en sus previsiones económicas, cada
día, por cierto, más pesimistas al tocar la realidad. Un Estado en
descomposición, en el que un tercio de los habitantes del centro quería
abolir las autonomías y, en cambio, un tercio de los de alguna región
periférica deseaba separarse del todo y para siempre de las restantes
tierras de la Patria. Una país con unas instituciones que suspendían,
menos los militares y los policías, en los sondeos; con unos partidos
políticos carcomidos por dentro y por fuera; con una intelectualidad
inane; con una juventud dada a la fuga, con unos sindicatos instalados
un siglo atrás, con una patronal sustentada por el 'toma el dinero y
corre'.
Y,
en ese país, del Rey abajo, nadie, incluyendo a la llamada sociedad
civil, parecía tomar demasiado en consideración que se había llegado a
un fin de ciclo, o al comienzo de otra cosa, en el que había que hacer
cosas diferentes. Todos se quejaban de lo mal que iba todo, mientras
disfrutaban de un largo puente festivo bombardeado, ay, por las malas
noticias. Pero como quien oye llover. Todos miraban hacia un Gobierno
inaprensible, lejano en las montañas, y hacia una oposición en estado de
disolución o casi, implorando soluciones. Pero los unos y los otros
parecían encantados sacudiéndose de lo lindo a base de culparse
mutuamente de ser el único responsable de la situación. Los unos y los
otros prometían que ellos sí querían pactar, que eran los otros los que
no querían. Todo era ruido.
Es
el caso que en aquel país crecía alarmantemente, a razón de uno por
minuto, el número de quienes perdían su empleo y su medio de
subsistencia, y ya formaban un enorme ejército de más de seis millones
de súbditos, aunque los responsables decían que ya sería menos, que
muchos de esos desempleados seguro que tenían un trabajillo clandestino.
Y, cuando a esos responsables se les preguntaba por lo mal que iban en
las encuestas, decían que peor les iba a los de enfrente, así que ellos
estaban encantados. El diálogo estaba cerrado porque los ojos, los
oídos, las bocas y las mentes estaban cerrados, superando en mucho el
aislamiento de los monos sabios.
En
este país nadie criticaba a fondo la situación porque los críticos
habían dimitido y se acercaban, pobres, a las lumbres que les iban
quedando; miraban de reojo a algunos países vecinos y se felicitaban de
no estar tan mal como los que peor estaban. Además, los bares estaban
llenos, las carreteras, rebosantes de automóviles, los restaurantes
medio llenos y los hoteles no del todo vacíos, así que tampoco había
tanto por lo que preocuparse. Y, por si usted no lo sabía, aquel país,
que fue un gran país y, en bastante medida, lo seguía siendo, había
sobrevivido más o menos igual durante siglos, y aquí seguía el Estado de
hidalgos, funcionarios, pícaros y labriegos orgullosamente instalado en
lo de siempre: ellos hacen lo que les da la gana con la gobernación que
les entregamos -siempre por nuestro bien, claro, aunque sin contar con
nosotros--y, a cambio, nosotros incumplimos en lo que podemos.
Créame,
oiga; o alguien cambia el chip colectivo... o esto, lo digo en serio,
no va a dar más de sí. Y, por favor, no lo espere todo de, por ejemplo,
lo que el miércoles nos vaya a decir, desde el atril, el señor
presidente, de quien sus seguidores dicen que todo lo hace bien, sus
detractores que todo lo hace mal y los demás, puede que con él mismo a
la cabeza, no decimos nada, porque no sabemos muy bien lo que hace. Ni
lo que hacemos.
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