Confío, amable
lector, que no piense usted que concedo una importancia, que estaría fuera de
tono, de lugar y de medida, a algunas manifestaciones en la calle. Alguna vez
he dicho que muchas de estas manifestaciones, algunos de los (mal) llamados
escraches -apenas unas docenas de personas, muy magnificadas por las 'teles'--y
ciertas expresiones minoritarias de ira ciudadana son, en buena parte, consecuencia
del escaso contacto entre esa ciudadanía y sus representantes, que viven como
en una campana de cristal, aislados voluntaria o forzosamente, que esa es otra.
Y por eso mismo, porque creo que tal aislamiento de 'lo oficial'
con respecto a 'la calle' -y en medio estamos muchos-- es
peligroso, dedico esta columna a un tema que, como lo que pueda ocurrir el
próximo día 25 en torno al Congreso de los Diputados, va a tener sin duda, o
eso espero, una importancia muy relativa y secundaria. No hay alarma, pues, en
quien escribe, porque los de esas plataformas que dicen que quieren que "caiga
el régimen", que anhelan derribar el sistema, no tienen ni mucho menos el
eco que desearían, aunque acaso tengan más del que merecen gracias a
(in)acciones torpes, ineficaces, por parte de quienes, precisamente, deberían
dedicarse a hacer más régimen, mejor sistema.
Precisamente
cuando el Rey, máximo representante de 'lo institucional', o del
régimen si usted quiere, retoma sus actividades oficiales, aunque de momento
limitadas a audiencias en el palacio de La Zarzuela, se nos anuncia una semana
movida por parte de esas plataformas que quieren llevar su protesta mucho más
allá de lo convencional: mejorar el sistema es una aspiración de todos;
derribarlo es, simplemente, una sandez que a todos nos empeoraría la vida. Pero
quienes lo propugnan, aunque muchos sean los mismos, van un paso más allá de lo
que clamaban los 'indignados' del 15-m, o de quienes, el pasado 25
de septiembre, también quisieron 'rodear' el Congreso de los
Diputados, lo mismo que se quiere hacer ahora.
Frente a estas
manifestaciones extremadas y hasta fanatizadas, lo peor que puede hacerse es
recular. Que la Cámara Baja, que ya está bastante 'rodeada' por las
obras en la Carrera de San Jerónimo, no celebre sesión este jueves, día del 'asalto'
pretendido por las hordas, porque, dicen, no hay materia legislativa que
debatir, me parece uno de esos grandes dislates que de cuando en cuando cometen
nuestra clase política y nuestras instituciones. Ya es bastante grave que, a
menos de la mitad de la Legislatura, no haya nada que trata por el poder
Legislativo, pero aún lo es más que esta 'política de manos vacías'
coincida con la jornada que pretende ser, y no será desde luego, de 'asalto'
al Parlamento. ¿Qué pretenden los extrasistema? ¿Revivir una situación
revolucionaria como la que cambió a Portugal otro 25 de abril de hace casi
cuarenta años?
Claro que no:
Portugal vivía una situación de dictadura, los jóvenes lusos iban a combatir y
a morir en Africa, en absurdas guerras colonialistas, y la miseria se asomaba a
muchos balcones. Muy poco que ver con lo que hoy vivimos en este país grande,
España, con una economía bastante depauperada, con un sistema lleno de defectos
y muy mejorable, pero democrático y libre. Hoy, nadie se acuerda en el país
vecino de aquella 'revolución de los claveles', tan hermosa en su
momento, tan inútil a largo plazo. Desde luego que hay que abordar, aquí y
ahora, numerosas reformas, comenzando por la manera de gobernarnos. Pero, dada
la calma con la que nuestros gobernantes se toman ese proceso, ha de ser el
empuje de la sociedad civil como conjunto, y no un grupito de extremistas, que,
desde luego, a mí no me representan, el que propicie los cambios. Triste
situación aquella en la que hay que recordar continuamente estas verdades tan
patentes; y es que hay ocasiones en las que da la impresión de que las
naciones, como conjunto de habitantes que las pueblan, están abocadas a una
tentación suicida. Menos mal que esas tentaciones rara vez se consuman.
fjauregui@diariocritico.com
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