lunes 15 de abril de 2013, 17:33h
La mala costumbre de los "encuentros secretos"
parece haber arraigado en La Moncloa. Hace un mes trascendió que
Mariano Rajoy se había entrevistado "en secreto" con Artur Mas, el
presidente de la "Generalitat". Ahora, también con bucle informativo,
hemos sabido de otro de esos encuentros, en esta ocasión el interlocutor
ha sido el "lehendakari" Iñigo Urkullu. Se da la circunstancia de que
en ambos casos los visitantes de La Moncloa se desplazan con un discurso
a cuestas en el que anida la pretensión de separar del conjunto de
España los territorios que presiden: Cataluña y el País Vasco.
Siendo dichos proyectos políticos abiertamente contrarios al mandato y a
la esencia de la Constitución, los mencionados encuentros trasladan
inquietud a la ciudadanía. Un mensaje opaco que da pie a pensar en un
juego por debajo de la mesa.
Y ahí está el problema, porque es sabido que la transparencia de
los asuntos públicos es garantía de democracia. Los ciudadanos tenemos
derecho a saber el qué y el por qué de lo que hacen los gobernantes.
No hay nada de lo que pueda hablar Mariano Rajoy con Artur Mas o
con Iñigo Urkullu que deba ser sustraído al conocimiento de los
ciudadanos. Máxime cuando sabemos de las pretensiones políticas de uno y
otro. Este tipo de "encuentros secretos", diseñados para eludir o
retrasar la fiscalización por parte de la opinión pública, revelan una
concepción elitista de la política. Una visión aristocrática y por lo
mismo excluyente que se aviene mal con los usos propios de la
democracia. Si Mariano Rajoy quiere hablar con Mas o con Urkullu puede
hacerlo sin hurtar esa información a los ciudadanos. La discreción es
una cosa y el secretismo, otra. La primera es virtud, lo segundo deja en
mal lugar a quien lo practica porque, en el fondo, obliga a pensar que
lo que le pasa al presidente del Gobierno es que no quiere dar
explicaciones de sus actos. Mariano Rajoy no se lleva mal con los medios
pero se le hace cuesta arriba contestar a las preguntas de los
periodistas. Esa renuencia que cristaliza en aversión a las ruedas de
prensa -lo de la pantalla de plasma, es todo un síntoma-, es perniciosa.
El señor Rajoy no ha sido obligado a estar en política, pero puesto que
está donde está viene obligado a dar cuenta de sus actos. Pretender
sustraerlos al conocimiento público es algo más que un error, es el
síntoma de una práctica contraria a los usos democráticos.