Buenos días. Permítanme que me
presente. Como soy muy mayor me han llamado de diferentes formas e, incluso
ahora, lo siguen haciendo dependiendo del país en el que esté. Por eso, pueden
llamarme simplemente "T".
En mi juventud no me relacioné
con muchas personas. Más bien llevaba una vida parecida a la de un eremita,
rodeado de animales y de plantas. Nunca me ha gustado mucho conformarme con lo
que hay, así que fui haciéndome mi propio camino en la vida.
Un día cualquiera me encontré con
las primeras personas que había visto. No se diferenciaban mucho de otras
criaturas con las que ya había tratado, pero tenían algo especial. Entonces no
sabía describirlo. Vivían en unas cuevas que podía llegar a ver desde mi casa,
y bajaban a menudo a pescar barbos y carpas. Lo cierto es que aprendieron muy
rápido, y en un abrir y cerrar de ojos, ya habían hecho una pequeña ciudad, con
su muralla y todo.
Muy pronto llegaron unos
extranjeros más belicosos y con un ropaje muy diferente. Me enteré que habían venido
de una ciudad llamada Roma. A pesar de sus primeras maneras, no pararon de
hacer puentes y edificios que embellecieron la ciudad. Mi favorito fue un
acueducto, que traía agua desde una distancia de casi 40 kilómetros.
No les dio tiempo a hacer mucho
más, porque en poco tiempo fueron desalojados por otros pobladores, bárbaros
les llamaban, que heredaron gran parte de su conocimiento. Creo que llegaron a
conquistar la mayor parte de la Península
Ibérica.
Cuando ya parecía que todo estaba
tranquilo llegó desde el sur otro nuevo pueblo, éstos más morenos que los
godos, que así se llamaban esos bárbaros a los que me refería. En cosa de poco
tiempo se dedicaron a crear huertas en el entorno de mi casa, con multitud de
acequias y sistemas de distribución de agua. Cada poco tenían que resguardarse
tras las murallas, pues eran atacados por los descendientes de estos godos.
Finalmente, un rey llamado
Alfonso llegó a recuperar la ciudad. Aún recuerdo ese día en que vi al rey,
ufano sobre su caballo, cruzar por el Puente de Alcántara hasta el remozado Castillo
de San Servando. Me consta que fue una época de muchas tensiones, porque fui
testigo de muchos enfrentamientos entre miembros de distintas religiones. A
alguien tan atemporal como yo le hace mucha gracia que mis vecinos no se den
cuenta que los intereses económicos se disfrazan a menudo de diferencias ideológicas.
Pero sigamos adelante, que ya me
estoy alargando mucho. Varias generaciones de estos cristianos se afanaron en
edificar auténticos símbolos de la ciudad. Me dicen que en el centro llegaron a
construir una gran catedral. Realmente no puedo llegar a verla muy bien, pero
su gran torre asomando entre el resto de los edificios apunta maneras. La que
no me cuesta admirar es una iglesia algo más moderna cuyos muros veo
descolgarse del peñasco toledano. San Juan oigo a los turistas que se llama, y
de los Reyes, por una reina llamada Isabel que tuvo a bien proyectarla. Por
cierto, qué gallardo puente permite el acceso a la ciudad desde el oeste hasta
las cercanías de esta iglesia.
Poco después construyeron otro de
mis edificios favoritos. La verdad es que el pobre tampoco ha tenido mucha
tranquilidad, porque entre unas cosas y otras, siempre ha andado de obras. Fue
mandado edificar por un gran rey, tan grande que le llamaban "El emperador". Su
reinado fue una época muy entretenida para mí. Un ingeniero italiano se empeñó
en levantar un artilugio para ahorrar el continuo trajín de las mulas subiendo
y bajando a mi casa. Finalmente lo logró, pero me enteré que, a pesar de su
hazaña, no fue tratado por los toledanos ni con el respeto ni la honradez
debida.
Al poco dejé de ver reyes por
estos lares. Por lo menos cambié monarcas por artistas. Recuerdo especialmente
tres de ellos, que en sus obras me trataron de manera muy cariñosa. Dos
escritores (Garcilaso y Miguel) y un pintor extranjero (Domingo). Qué años tan
dorados...
Fue precisamente otro Carlos, pues así se llamaba el emperador al que
antes me referí, el que se empeñó en darme empleo para templar una de las
manufacturas más famosas de la ciudad: el acero. Qué fábrica tan bonita
construyeron en mi vega baja. Ya sé que me van a decir que el de las armas no
es un negocio muy honrado, pero no sólo de fabricar armas he vivido.
Justamente estas armas venían buscando
los últimos ejércitos extranjeros que divisé. Esta vez venían de Francia, e
incluso tuvieron que traer a su propio "emperador" a la cabeza. Tras dañar
algunos monumentos de los que he hablado anteriormente, debieron volver por
donde habían venido.
Cuando creía que ya lo había
visto todo, recibí la visita de dos invitados inesperados. Tecnología y turismo
eran sus nombres. El primero llenó mis dominios de aparatos para producir
electricidad. Se ve que no aprendió del intento fallido del ingeniero italiano.
El segundo trajo multitud de visitantes, nacionales y extranjeros, éstos ya en
son de paz. Por suerte, las únicas "armas" que disparaban eran los flashes de
sus cámaras.
Qué trajín. No sé si es una
crisis pasajera, pero cada vez me veo más cansado. Tal vez estoy exagerando,
pero a pesar de que siguen viniendo a visitarme, noto que la gente ya no
disfruta tanto cuando viene a verme. Sé que no estoy igual de transparente, que
no tengo tanta vida, que no huelo tan bien, pero no tengo la culpa.
Afortunadamente, una vez al año,
como un déjà vu recurrente, vuelvo a
sentir el vigor de mi juventud. Algarabía, mucha gente disfrutando conmigo.
Pero sé que no es lo mismo, no pueden ocultar la pena en sus caras.
Por eso, termino mi biografía
lanzando un reto. Señores políticos que me usan como arma arrojadiza, queridos
ciudadanos que ensucian mi casa, ¿cómo quieren que siga mi historia?
Rafael Camarillo Blas
Vicedecano de la Facultad de Ciencias
Ambientales y Bioquímica
Universidad de
Castilla-La Mancha