Hace
tiempo que pienso, sin que, desde luego, se me pueda considerar un 'fan' del
personaje, que
Mariano Rajoy es acaso la mejor persona para desempeñar su
actual puesto. Bueno, la mejor y también la peor: es el único. Por lo menos,
mantiene el temple frente a los escraches que vienen de todos lados, incluyendo
Bruselas y Berlín, y también desde el fuego amigo, que hay que ver algunas de
las cosas que se le hacen -y no se hacen-desde el Gobierno y desde su propio
partido, que el PSOE ya se ve que está para pocas oposiciones.
Me
voy a corregir a mí mismo, diciendo que puede -puede-que el presidente del
Gobierno y del desgobierno acierte a veces -a veces-- en los desesperantes
tiempos que elige: aguardó para aguantar una intervención europea, está
esperando para llegar a un pacto para las grandes reformas -ojaló lo haga y las
haga-, dilata cualquier remodelación ministerial y se toma con calma eso de
considerar que, en realidad, hemos entrado en una segunda transición. No sé si
es que deja que los problemas se pudran, a su galaico y galáctico -en cuanto
que distante-modo, o si lo que ocurre es que le da pereza afrontar los grandes
choques, y, así, vamos tirando con los cambios pequeños.
Y
conste que no estoy llamando perezoso a Rajoy, viejo tópico que ya hemos visto
que está alejado de la realidad; digo, sí, que, pese a sus largas piernas,
avanza a pasitos cortos, y no con las botas de siete leguas que en algunas
cuestiones serían necesarias. Puede que los árboles, enmarañados, no le dejen ver
el bosque de la solución global: el árbol
Bárcenas, el árbol UE, el árbol
Camps, el árbol
Mas, el matorral
Urkullu... Menudo lío tiene el inquilino de La Moncloa, que, para colmo,
tiene que mirar con aprensión lo que se cuece en la vecina Zarzuela, en la
lejana Galicia, en la relativamente remota Andalucía, en la contigua sede de la
calle Génova. Problemas por doquier, en fin.
Pregunté
hace algunos días a Rajoy si, con tantos de esos problemas -y otros que no cito
por falta de espacio-a cuestas, podía dormir. "Claro que sí, perfectamente", me
respondió. Le creo, a pesar de que yo, o casi cualquier otro, sufriría de
insomnio permanente con la milésima parte de los follones que cada día
aterrizan en el despacho rajoyano. Por eso, precisamente, le elogio en parte:
son muchas las críticas que se le pueden hacer, pero él sigue atado al palo
mayor impasible, como si la tormenta no fuese con él y como si estuviese
dispuesto a ahogarse junto con su barco sin lanzar ni un solo grito de auxilio.
Le admiro por eso, aunque no puedo dejar de afear sus pertinaces y demasiado
prolongados silencios, su escaso amor a la comunicación, esa impenetrabilidad
casi total que caracteriza su personalidad. Un día, en este oleaje embravecido,
puede que se ahogue porque no abre la boca ni para respirar. Y aquí no
necesitamos héroes, sino estadistas.
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