miércoles 13 de marzo de 2013, 12:04h
Nuestra historia reciente, con la transición
liderada por el rey Juan Carlos y Adolfo
Suárez, con la complicidad de muchos otros, y una buena colaboración de Jordi
Pujol desde Catalunya, comenzó bien.
Y continuó yendo bien, con altibajos y
muchos claros y sombras, con Felipe González y José M. Aznar. Después se entró
en un periodo de decadencia y desconcierto con un incompetente José Luís Rodríguez
Zapatero y un desbordado Mariano Rajoy en el gobierno del Estado, y a otro
nivel, un soñador Pascual Maragall, un gris José Montilla y un desconcertante
Artur Mas en la Generalitat catalana. Y para acabarlo de adobar, la figura del
monarca, por varias razones, comienza a no estar a la altura de las
circunstancias, y su aureola a desinflarse.
Siempre
que comienza una nueva etapa, las ilusiones crecen. Hay ganas de dejar atrás la
anterior, deteriorada, e iniciar un nuevo rumbo con aires renovados. Es la
necesidad imperiosa de volverse a ilusionar. Es lo que da fuerza a los pueblos.
También se espera mucho, seguramente demasiado, de
las nuevas promesas de renovación, de crecimiento económico y mejora social, de
regeneración política.....
La esperanza- dicen es la última cosa que se pierde;
o -mejor dicho- que se quiere perder. Nos
aferramos a ella como a un clavo
ardiendo..
Los nuevos personajes públicos que van saliendo para
liderar cada nueva etapa, despiertan expectación y se les da un amplio margen
de confianza, generalmente inicialmente avalada en las urnas. Se necesitan
timoneles que orientes el rumbo hacía el destino de la nave colectiva. Casi
todo eso ha fallado últimamente. Muchas ilusiones se han esfumado; muchos programas
han fracasado o han tenido que ser cambiados; algunos, y no pocos, de los
personajes que nos habían vendido bien su imagen -incluso decorada con una
aureola de figura de altar- han decepcionado.
Los mares nacionales e internacionales han estado
fuertemente alborotados ciertamente; y
las travesías llenas de dificultades casi insalvables, de horizontes
borrosos; y las capacidades de liderazgo -aquí y afuera- demasiado limitadas,
sin poder hacer frente siquiera a una corrupción rampante a todos los niveles,
y a una crispación política alentada por partidismos y particularismos
exacerbados... Este es el panorama, que seria de desear pudiera cambiar muy pronto.
Esta es la sensación, muy
generalizada, que tiene el ciudadano: la de encontrarse ante un cuadro
surrealista y deprimente, de demasiados globos pinchados, de líderes débiles,
desorientados o vendedores de humo- a veces para esconder su impotencia o
vergüenza propia o ajena-, tanto a nivel nacional como autonómico. Hasta
incluso en las máximas alturas institucionales. Y así, a veces, se extiende el
pánico.
¿Qué se puede hacer? La sociedad, como
ser vivo, se renueva constantemente. Y tendrán que salir nuevas energías,
ilusiones alentadoras, líderes sin lastres de pasados turbios o dudosos y con
ideas y fuerzas capaces de volver a encender esperanzas cercanas y luces en la
lejanía.
Todo esto, que suena a poesía,
debería bajar, de nuevo, a la conciencia
ciudadana y marcar el latido cotidiano de las cosas de la vida real. La
historia humana no se para nunca... Y ser optimista todavía no está prohibido.