Dentro
de unas horas, el
Rey será sometido a una nueva operación quirúrgica. En su
torno, rumores desbocados de abdicaciones apresuradas, de desavenencias
familiares, del por qué de ciertas declaraciones muy poco serenísimas. Me
parece que hay como un afán, acaso no planificado, por desgastar la máxima
institución española, la que constituye el arquitrabe del sistema. Como mínimo,
detecto -que nadie me llame por ello cortesano, que
bien lejos estoy de eso-- una innegable frivolidad, una ligereza
peligrosa, en algunas de esas actitudes, porque
si esa máxima institución nos falla ahora, fallará todo lo demás.
Siempre
me he confesado monárquico, aunque crítico con una institución que está en la Historia de España, en
algunas de las peores y en algunas de sus peores páginas, pero que forma parte
de nuestra raigambre. Ha habido errores, abusos, hasta tropelías, pero los
últimos treinta y siete años, los del reinado de
Juan Carlos I, han sido
posiblemente los mejores que recordamos los españoles. Hay mucho que reformar,
y sin duda
Felipe VI no podrá reinar como Juan Carlos I -creo que el Príncipe
de Asturias de sobra lo sabe-, pero no acabo de entender el afan de algunos,
de bastantes, por tirarlo todo por la borda,
ahora que el barco empieza a balancearse agitado por un oleaje más fuerte que
el de costumbre.
Me
parece que los españoles debemos empezar a acostumbrarnos a la idea de una
posible abdicación de quien ha permanecido casi cuatro décadas a la cabeza del
Estado; es lo lógico, aunque legitimistas '
avant la lettre' hay que proclaman
que el soberano ha de morir con la corona puesta. Me parece que una sucesión ordenada,
en vida del Rey, quien podría, desde una cierta distancia, aconsejar y hasta
tutelar los primeros pasos de su hijo como jefe del Estado, es ahora lo más
conveniente. Pero sin apresurarse, que ni una operación quirúrgica justifica
poner patas arriba el Estado, ni un yerno corrompido supone que lo esté toda la Corona, ni unas
declaraciones de "amiga entrañable" pueden provocar el caos, por mucho que esas entrevistas, aconsejadas vaya usted a saber por quién, duelan
a algunos habitantes o transeúntes en La Zarzuela.
La
cosa necesita una reconducción, eso parece evidente. Como
evidente es que hemos entrado -no hay más que ver la dimisión del Papa-en una
nueva época, de la que poco adivinamos. Estoy en contra de muchas de las
actitudes inmovilistas que caracterizan nuestra política. Pero también estoy en
contra de aventuras que pueden acabar costándonos muy caras. Es urgente un
replanteamiento general de muchos temas que lastran la marcha del Estado. Ya
digo, aunque no quiero ponerme conspiranoico, que da la impresión de que se
están produciendo, en torno a la
Corona -y no solo-demasiadas coincidencias, y a nadie le
gusta sentirse manejado desde presuntos poderes ocultos. Lo que no está claro,
es oscuro. Siempre.
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