Explosión contra las cucarachas
jueves 28 de febrero de 2013, 13:27h
La noticia aparecida en diversos medios es toda una metáfora. Un
ciudadano de Argamasilla de Calatrava (Ciudad Real) provoca una explosión al
luchar contra las cucarachas. Vació un bote de insecticida con todo su
contenido en el baño y cerró la puerta. Al abrirla, y accionar el interruptor
de la luz, explotó todo el gas acumulado. Destrozó hasta el cuarto de baño del
vecino además de sufrir varias heridas y fracturas.
Algo similar ha ocurrido en Italia. Y no es la primera vez. Un cómico
promete lanzar tratas a la cara de los políticos mientras les patea el culo y
procede a la voladura descontrolada del sistema político italiano con el
objetivo, legítimo, de acabar con la plaga de cucarachas.
Eso me confunde. Por un lado me encantan los Hermanos Marx, y
anhelaría verles corriendo entre los escaños de cualquier Senado o Parlamento
zurriagando a los dignos próceres de la patria. Pero por otro recelo de
cualquier líder-gurú, en especial cuando incurren en varios ismos con el agravante
de vacuidad programática.
El primero el victimismo. La culpa de todo siempre es de los demás; ya
sean los mercados, la Merkel, la Trilateral, el grupo Bilderberg o Madrid. No
hay el menor resquicio para la autocrítica o la asunción de responsabilidades.
Al relato, cierto, del débil contra el fuerte se superpone el esquema maniqueo
del bueno contra el malo, sin matices. Al ciudadano contemporáneo criado
enfrente de la pantalla del televisor le deslumbran las soluciones fáciles y
fulgurantes, al estilo de Silvester Stallone o John Wayne. Sea contra las
cucarachas o contra los políticuchos aliados con los grandes ganaderos.
Segundo, el populismo. Las constantes apelaciones al pueblo, a su
supuesta voluntad encarnada en el mensaje del caudillo, vocero de las masas
enfervorizadas me dan miedo. Suelen justificar una democracia directa demasiado
fácil de manipular desde el poder y la publicidad. Como explica Rifkin, los
ciudadanos contemporáneos confunden la soberanía del consumidor con la
democracia, y a los consumidores se les induce con facilidad a desear cualquier
cosa, ya sea la restauración de la pena de muerte o estar a favor de decidir la
autodeterminación de cualquier circunscripción territorial hasta llegar a la
república independiente de mi casa.
Tercero, el mesianismo narcisista. Detesto a los grandes timoneles
exhibicionistas. Ya inflen la pechuga de gallo cargada de condecoraciones, se
pongan como estola sacerdotal un pañuelo palestino consagrado a la redención de
sagradas tierras o adopten la pose de no ser el candidato de su partido o no
tener casi ningún programa político. Unos cruzan el Yang-Tsé a nado; otros
cazan en Siberia sin camisa, pero los happenings como parte del marketing
caudillista son tigres de papel; su estruendo efectista suele ser inversamente
proporcional a la enjundia de las propuestas planteadas.
Y cuarto, el adanismo. Last, but not least. Nos deslumbra
la pretendida espontaneidad, la sorpresa, el culto a la supuesta novedad de las
propuestas, la adoración de cualquier objeto de consumo adjetivado como
"revolucionario". Y al tiempo desdeñamos la reflexión y la cautela basada en la
larga y paciente acumulación de experiencias. En vez de aceptar la
defectocracia parlamentaria como la menos mala de todas las formas ya probadas
y conocidas de gobierno, y procurar remediar sus taras con humildes parches
para ir tirando, que es de lo que se trata en definitiva, nos dejamos
encandilar por aprendices de brujo que prometen, una vez más, el paraíso en la
Tierra llenando el cuarto de baño de insecticida con el consiguiente peligro de
explosión. Da mejor resultado recurrir a profesionales del control de plagas
como son los periodistas independientes y los jueces y fiscales honrados, que
haberlos, haylos. No es tan vistoso como una explosión, pero a la larga suele
ser mejor para los cimientos del edificio que los cañonazos contra insectos.