Palabras, palabras, palabras
jueves 14 de febrero de 2013, 23:47h
Uno escribe para sí mismo y para los desconocidos, y quizá tiene
la presunción de que esos desconocidos atrapan las palabras y las vuelven suyas,
que crean su mundo con el mundo que el escritor en sus palabras les ofrece. Cuando
la pantalla luminosa del ordenador está esperando, uno abre caminos adentro
para intentar llegar a aquellos que en circunstancias muy diferentes engullirán
sus letras. Quizá con el café en un bar tumultuoso o en la casa serenos, o quizá
en el banco de un parque una mañana de domingo soleada, o bajo ese cielo de
túnica blanca que vuelve el aire gris y el paisaje melancólico y ajeno.
Son palabras al cabo. Palabras, palabras,
palabras, dice Hamlet mostrando que con ellas puede ir una verdad o una
mentira, un sentimiento o una idea, o un pensamiento que emerge del vacío para
cruzar el océano y llegar a los ojos del lector como el mensaje en una botella
que ha escrito un náufrago en su isla. Sí, uno escribe desde su isla, desde su
mismidad o su soledad, y quiere tocar la arena de otras islas que a lo mejor
estaban esperando el mensaje, o tal vez lo reciben de manera inesperada y lo
abren y lo leen, y sienten que lo que allí está escrito podían haberlo escrito
ellos mismos.
Ese es para mí el
mayor placer de un escritor, que el lector se apropie de su texto. Y, una vez
traducido en su interior a su experiencia, sienta que expresa lo que él quería
decir, que le descubre lo que sentía y o bien no lo sabía o bien no sabía cómo expresarlo.
A partir de ese momento el texto ya no es de quien lo ha escrito. Las palabras
cambian de bando, cambian de piel y de carne, y en los ojos del lector
comienzan a germinar hacia dentro, a emocionar su alma, a vivir su propia vida,
a no ser ya de los que escribimos, pues a lo máximo que podemos aspirar los
escritores es a sembrar en el corazón de los lectores una emoción, a despertar un
sentimiento, a poner una semilla en sus entrañas que se convierta después en la
frondosa planta de su alma.
Tocar tan solo, despertar una fibra de emoción,
rozar con los dedos un alma es para mí el mayor placer de la escritura. Por eso
escribo y también porque siento que desde esa aspiración se vence la propia
soledad, a veces hermosa y a veces inaguantable. Hay un lugar adentro en el que
estamos profundamente solos. Hay un pasadizo interior que nadie conoce, que
nosotros apenas percibimos, que nos genera una ansiedad de no sabemos qué ni
por qué sucede. Hacia ese lugar se adentra la literatura. Ocurre cuando las
palabras están hechas de aliento. Sobre todo cuando están hechas de sueños,
porque como escribe Shakespeare: Estamos tejidos de idéntica tela que los
sueños, y nuestra corta vida se cierra con un sueño.