Asisto
este miércoles a la sesión de control al Gobierno en el Congreso de los
Diputados; el Parlamento, tras unas muy largas vacaciones o algo parecido,
vuelve a funcionar, laus Deo, porque es el arquitrabe de una democracia.
Pérez
Rubalcaba y un representante de Izquierda Unida,
Joan Coscubiela, piden a Rajoy
simple y llanamente que dimita. Que se vaya de inmediato. No han esperado
siquiera al debate sobre el estado de la nación, en el que
José María Aznar,
entonces jefe de la oposición, lanzó aquel célebre "váyase, señor
González"; a
este paso, acabarán devaluando el acto más vistoso del Legislativo en el curso
del año, un acto que tiene lugar dentro de apenas una semana. Si ya han
empezado a pedir al jefe del Gobierno que se vaya, ¿qué van a dejar para el
debate?. Pienso, en todo caso, que desgastar ahora al jefe del Ejecutivo
exigiéndole que se marche porque, dicen, ya no puede controlar la situación, es
un error: debilita al conjunto de la nación frente a sus muy notables
acosadores externos, y mina la ya escasa confianza de los ciudadanos en la
estabilidad política de España.
Desde
luego que no seré yo quien defienda a capa y espada la labor de
Mariano Rajoy
al frente del Gobierno en estos catorce meses; pensando, como pienso, que el
presidente es hombre de buena voluntad y que está haciendo un enorme esfuerzo
por adaptarse a una coyuntura infernal, creo que se han producido
incumplimientos, contradicciones, falsedades, errores y ocurrencias varios en
este tiempo. Todo ello ha derivado en una enorme pérdida de popularidad y
prestigio que afecta a la clase política española en general, pero al Gobierno
y a quienes lo encarnan muy en particular. Hay muchas, muchas críticas que
pueden hacerse a los modos y a los tiempos de Mariano Rajoy; muchas veces se ha
escrito, y quien suscribe el primero, que actúa como sin actuar, más pendiente
de los cambios que del Cambio, tapando vías de agua más que procediendo a una
reparación general de la nave.
Lo
peor de todo es que se resiste, porque parece encantado con la situación
actual, a propiciar ajustes y reformas de verdadero calado, sin admitir la
crítica implacable a lo que va mal: a él le parece que cosas que a los demás
nos da la impresión de que no funcionan, marchan de maravilla. Por supuesto, no
basta, aunque sea una buena señal, con dar marcha atrás en decisiones particularmente
desafortunadas, como el combate a los desahucios o la subida de las tasas
judiciales. Y claro que debería hacer ya una crisis de Gobierno, cambiando a
varios ministros -y no, no caeré en la fácil tentación de lapidar a una
ministra en concreto, sobre la que pesan acusaciones cuya exactitud no soy
capaz de verificar y que, por tanto, no comparto; se trata, simplemente, de que
hay varios departamentos que, simplemente, funcionan mal-.
Pero todo eso es una cosa y que le echemos entre
todos -sí, algunos en su partido me parece que también lo pretenden-, otra. No
se me ocurre un sustituto, aquí y ahora, así, a la carrera, para Mariano Rajoy,
que es, al fin y al cabo, quien encabezó la candidatura ganadora de las
elecciones generales hace catorce meses. Le digo a usted, querido lector, la
verdad, mi verdad: si yo pensase que hay alguien en condiciones de sustituir
ventajosamente a Rajoy en su partido, que está lleno de seguidistas y de
revanchistas, lo diría. Y si fuese posible que lo reemplazase el actual líder
de la oposición, también. Pero meternos en un proceso electoral con la que está
cayendo, o en una mera sesión de investidura, o en el desgobierno, me parecería
algo suicida: puede que Mariano Rajoy no sea lo mejor que podemos tener, pero
es lo que tenemos, y no acabo de explicarme las prisas de alguien con tanta
experiencia política, con tanto sentido del Estado, como Alfredo Pérez
Rubalcaba, por mover el sillón en La Moncloa.
Mucho mejor sería hacer lo contrario: tenderle la mano en
busca de un acuerdo, y allá Rajoy y los suyos -y ay de nosotros-- si, al
lamentable grito de 'y tú más', lo siguen desdeñando.
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