El anuncio de la renuncia del Papa ha
conmocionado -como no podía ser de otro modo- al mundo entero. Algo así
no pasaba desde hace 600 años y sólo una película deliciosa -"Habemus
Papam" dirigida por Nanni Moretti y protagonizada por un magistral
Michel Piccoli,- nos presentaba el caso de un Sumo Pontífice que, tras
ser elegido, sentía una especie de ataque de pánico y huía en secreto de
El Vaticano, se mezclaba con el mundo durante unos días y volvía
después, presionado por la curia, para dirigirse al mundo y decir
sencilla y humildemente, que tenía miedo, que no podía aceptar esa
responsabilidad y que renunciaba al cargo.
No es este el caso de Ratzinger, obviamente, que, en todo caso,
estaba más que preparado intelectual y emocionalmente para ocupar un
papel determinante en el mundo se tenga o no fe católica. Pero lo que
más me ha llamado la atención de esta renuncia, es la diferencia con su
predecesor, Juan Pablo II que se mantuvo al frente de la Iglesia hasta
extremos que muchos llegaron a criticar.
Este es uno de esos artículos que se escriben desde la visión
personal de quien lo firma y que no trata de ser nada más que eso. Y
aquí nos encontramos con dos claros ejemplos radicalmente distintos de
cómo afrontar la decadencia física, el final de una vida, de cómo decir
adiós a un pontificado.
Todos, creo, al margen de nuestras creencias o de nuestra falta de
fe, asistimos al largo final de Juan Pablo II y pudimos seguir en
directo como se iba deteriorando ante los ojos del mundo sin ocultar
nada. Vimos su párkinson, los desvanecimientos, las tremendas
dificultades para hilvanar al final de su vida incluso pequeñas
intervenciones públicas; vimos como le faltaba el aire y hasta un
hilillo de baba que se le escapaba por la comisura de los labios
mientras la vida le iba abandonando. A mí me gustó no aquella imagen
sino aquel ejemplo; me gustó que el mundo viera a un Papa que sufría lo
mismo que muchos ancianos, lo mismo que le pasó a mi padre y a tantos
padres de tanta gente. Aquel Papa no escondió su condición humana hasta
extremos que, como he dicho, llegaron a provocar críticas e
incomprensiones en el propio seno de la Iglesia.
Ahora Benedicto XVI anuncia que se va con la salud minada pero
lejos del deterioro que fue asolando a Juan Pablo II. Ratzinger se va
antes de llegar a esa situación en un ejercicio, imagino, de
responsabilidad y de coherencia consigo mismo sabiendo que crea un
precedente histórico en la Iglesia moderna, un precedente que, además,
había sido ya estudiado como una posibilidad precisamente ante la
situación de su antecesor.
Las dos posturas me merecen el mayor de los respetos desde un
punto de vista simplemente humano. Si digna y aleccionadora me pareció
la valentía de no esconder nada de Juan Pablo II, igual de digna me
parece la posición de Benedicto XVI al abandonar su cargo cuando ve que
las fuerzas le empiezan a fallar. Ahora habrá miles de especulaciones
sobre la decisión de su retiro. Solo queda esperar y me atrevo a decir
-ya que esta es una columna personal- desear, que el próximo Papa se
vuelque en la iglesia pobre, menos preocupada por los grandes actos y
más cercana en los hechos, no sólo en las palabras, a un mundo injusto
donde los pobres son cada vez más pobres y en el que ciertos mandatos de
la Iglesia siguen chocando frontalmente con una sociedad que ya no
puede admitirlos. Pero esa es otra historia.
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