martes 05 de febrero de 2013, 12:31h
Rajoy parece
encerrado en un laberinto, en uno de esos artilugios fabricados para
comprobar los instintos y reflejos de los ratones en cautividad.
Corre por los pasillos del enredo y no termina por encontrar la
salida adecuada, solo se topa con decenas de puertas cerradas por una
mano experta. Los encontronazos le obligan a girar sobre los talones
y reiniciar el viaje por el misterioso entramado de paredes iguales.
Cuando levanta la vista comprueba que no hay un techo encubridor y
teme que millones de ojos desconocidos observen el espectáculo.
Algunas veces se cree liberado, pero al atravesar lo que pareciera un
espacio abierto, se encuentra con su propia imagen, reflejada en un
espejo esquinado.
Rajoy no
consigue recordar cuándo y cómo entró en un lugar tan absurdo y
quién o quiénes le acompañaban en aquel minuto fatídico. Ni
siquiera es capaz de rememorar si traspasó el umbral del encierro
por su propio pie o alguien le empujó dentro. Cansado y deprimido se
acurruca en un rincón, con la espalda apoyada en el tabique, y
vuelve a repasar las idas y venidas, a descartar los itinerarios
equivocados, a buscar las alternativas que le permitan salir indemne
de la galería de pasadizos donde se ha perdido.
Bastante
tenía él con ganarse el respeto de los suyos y combatir el talante
arrollador de Zapatero. Una tarea de titanes. Siempre le pareció más
que suficiente resucitar de entre los muertos electorales, sofocar
las maniobras de los que querían desterrarlo a Galicia, soportar las
críticas veladas de su mentor Aznar y las trapisondas de sus barones
regionales. Demasiadas obligaciones para un hombre solo, demasiados
problemas para controlar también la logística y las finanzas del
partido. Tendría que haberlo hecho, medita ahora Rajoy, pero el día
sólo tiene las horas que tiene y cómo se iba él a distraer con
albaranes y apuntes manuales en una libreta de tendero. Rajoy estaba
en otras batallas, las que deberían entregarle el Gobierno de
España. Rajoy no estaba para ocuparse de minucias de contable
anticuado, cuando andaba obsesionado con las ecuaciones y los
logaritmos de campaña electoral, repasando matemáticas cuánticas y
diferenciales aritméticos, cuadrando formulas magistrales que nos
sacaran de la crisis. Un trabajo agotador que consumía todas sus
energías y no le requería inquietarse por tontadas de consumo
interno.
Rajoy se
mortifica con lo que tuvo que hacer y no hizo, pero se consuela de
inmediato con argumentos poderosos. Solo tiene que revivir los viejos
tiempos, aquellas jornadas interminables dedicadas al estudio de los
informes del Fondo Monetario, del Banco Europeo, de la OCDE, del
grupo de los veinte y de los cuarenta, las previsiones de Montoro,
los pronósticos de sus asesores económicos, cada vez más cenizos,
y las llamadas de la dichosa Angela Merkel, dando la lata
continuamente. Ni un minuto de sosiego. Ahora pretenden que revisara
los gastos corrientes, las facturas del calefactor, los recibos de la
luz, las nominas de los empleados, los billetes de avión y los bonos
de los hoteles. Me gustaría verlos en mi pellejo, llegando a decenas
de localidades, a punto de mitinear a miles de personas, ordenando
todavía las ideas, con decenas de desconocidos apretándome las
manos. Cómo es posible que pretendan que entonces me parara a
preguntar por la empresa que organizaba todo aquello y cómo se
sufragaba la escenografía, la iluminación, las guapísimas azafatas
y la inmensa gaviota que colgaba del techo.
Podría
haberse ocupado de todo ello Cospedal, pero estaba también demasiado
atareada. Pobrecita mía, de Toledo a Madrid, de Madrid a Toledo,
desmontando el imperio de Bono y el aparato de Aznar, zurrándose con
nuestros presidentes autonómicos díscolos y marcándome de cerca a
Esperanza. Tampoco le sobraba el tiempo a Javier Arenas, de Sevilla a
Madrid, de Madrid a Sevilla, pobrecito mío, empeñado en la
reconquista de Andalucía y en darle caña a los funcionarios
socialistas implicados en chanchullos impresentables. Todos tan
obligados y la casa sin barrer.
Tan ofuscado
sigue Rajoy en sus correrías por la ratonera, que no es capaz de
localizar el pasillo que conduce al exterior. Basta con que se fije
bien en el cartelón que cuelga de uno de los dinteles. Dice lo
siguiente: REGENERACION DEL PARTIDO POPULAR.