Hablamos de los libros con un dejo de nostalgia, como si asistiéramos a algo que se acaba. Una nostalgia un poco prematura, no? Un poco precipitada. Porque ahí están, tenaces, conteniéndolo todo, y dando saltos en el tiempo.
Lo descubre José Carlos Cataño, por ejemplo, y lo
pone por escrito, naturalmente en otro libro: hay una experiencia de intenso
presente en revolver en esos libros viejos, descatalogados, expuestos -muchas veces
casi ocultos- en puestos, en librerías de viejo, en bibliotecas particulares que se
deshacen a mucha más velocidad que se hicieron. Es curioso cómo el personaje
narrador de De rastros y encantes,
que es y no es José Carlos Cataño,
el poeta, el ácido crítico, el fotógrafo certero y
eficaz, va convirtiendo una
obsesión de reconstrucción -aquella biblioteca que existió en la infancia
fundacional y que ya no está- en una manera de ser, en una manera de
vivir. Cataño recorre muchos rastros, en todo el mundo, aunque sea el asiduo
de los Encantes de Barcelona, y éste sea su sitio principal, y se somete a las necesidades y placeres de lo
que es casi una profesión. El madrugón para llegar el primero a la novedad del
puesto, la disección y estudio de la oferta (a veces casi prevista), la sorpresa -indisimulada pese a todo- frente a
ese trofeo glorioso, que, como un amor inesperado, se manifiesta ante sus ojos
ávidos.... Y hay amores conversados y perdurables -María Sabelli, por ejemplo- y presencias fugaces pero que cobran
cuerpo en su recurrencia. Y sobre todo hay libros y autores, de todos los
tiempos, que, desde el presente de su encuentro, le hacen pensar, enfadarse,
emocionarse. Y la mirada a los competidores, y conozco algunos con sus matices
diferenciales pero nombres y apellidos: Juan
Manuel Bonet, Andrés Trapiello o
Tomás Paredes, cada uno con sus
especiales intereses madrugadores, por citar sólo a unos pocos amigos. Muchas
historias, como la vida misma, en esta suerte de diario que publicó la
Universidad de Sevilla a finales de 2011, que ha tenido una crítica excelente y
merecida -y eso que los críticos no somos santos de su devoción- y que les
recomiendo vivamente.
En el Marché
aux Puces -mercado de las pulgas- de París, en Portobello de Londres, en el
Rastro de Madrid, o en la especializada Cuesta de Moyano, entre otros tantos,
se manifiestan a veces libros que hemos deseado. Son pocos los que, como el Fortuny de Guillermo de Osma, llegan por fin, impolutos y reeditados, al
mercado español. Treinta años más tarde. Este, en la cuidada edición de Ollero y Ramos,
y con un tipógrafo de excepción, Alfonso
Meléndez, que es más que eso, pero también eso, saldrá a la venta el 11 de
Febrero.
Mariano Fortuny, Arte, ciencia y
diseño, del
galerista, apasionado de las llamadas vanguardias
históricas, Guillermo de Osma, es
un libro que vi en el Metropolitan de
Nueva York a finales de los ochenta. Diana Vreeland todavía dirigía la
inteligente sección de moda del museo. Entonces
el tema de la indumentaria me interesaba mucho, leer trajes como se analizan libros, o pinturas, o esculturas: como
arte. Y aplicando a ellos los saberes del análisis a mi alcance, y que, como
los libros, cada pieza y cada autor propusiera
el método de acceso adecuado.... Cuando conocí a Guillermo, poco tiempo después,
me sorprendió: A la vista (fugaz) del libro y del tema, me parecía que tenía
que ser un señor mayor.....Y era más
joven que yo! Cuántas veces no habremos hablado de él, de la necesidad de que
apareciera en castellano -había sido escrito y publicado en inglés, Mariano
Fortuny. His life and work , en 1980, por Aurum Press de Londres y la
prestigiosa Rizzoli de Nueva York- y siempre decía que si. Que lo haría. Porque
es difícil entender mucho arte, y mucha ropa, de todo el siglo XX y hasta
ahora, sin Mariano Fortuny. Todavía
en Venecia se puede entrar en la boutique donde siguen estando sus sedas y
terciopelos tintados y plisados a su manera -y hasta comprar, aunque sea un
pañuelo, si usted no está tan en
crisis. Pero sólo mirarlo levanta el alma como un Canaletto.
Bueno,
ahora, desde hace un rato, lo tengo en las manos. Con el diseño justo, legible
y lleno de guiños clásicos; con las excelentes y evocadoras fotografías. Con
sus estampados, sus máquinas teatrales y escenográficas pero también sus
inventos técnicos; con su inmortal Delfos,
la túnica plisada sin la que nadie podría entender a mi diseñador favorito del
mundo mundial, Issey Miyake. El, el
japonés, lo confiesa a mucha honra. Sus plisplis
fueron leídos en Fortuny. Y ninguno de los creadores de ropa que marcaron el siglo,
de Cristóbal Balenciaga a Karl Lagerfeld, ha dejado de referirse
a él y a su magisterio.
A veces, los
libros van de la belleza. Los dos de que habla esta columna terminan yendo por
ahí. Ninguno de ellos puede negar que la actual es convulsa. Y sin embargo.
Ahí, compleja, aguda, tonificante, irascible, melancólica. La función belleza.
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