"La historia habla siempre de los grandes hechos y olvida las
pequeñas anécdotas, que son muchas veces
las que mejor retratan una situación". Esta frase, aparecida en la página 365
de El testigo invisible, resume el
punto de partida de Carmen Posadas: contar
esas "pequeñas anécdotas", que sin duda suceden a cada uno de los hombres,
mujeres y niños que en cada momento las protagonizan, y lo hacen "personalmente
y en persona", que diría Cattarella, el personaje de Camilleri. Y contar, desde ellas, pero sin escaquearlos, esos
grandes hechos que la Historia apunta en sus anales y que, esta vez, son los años de la crisis de la monarquía
absoluta de los Zares rusos, la primera guerra mundial y la revolución de
octubre. Entre 1912 y 1917, Leonid Sednev, servirá y acompañará a los Romanov en el largo ciclo de su caída.
Y, muchos años más tarde, cuando el siglo XX y su propia vida están tocando a
su fin, desde la privilegiada posición de testigo
invisible, Leo Sednev, uno de los miles de "rusos blancos" exilados tras la
revolución, narrará sus recuerdos con la intención de dejar testimonio de la
verdad. En un montaje alterno muy
cinematográfico, el presente hospitalario en el que se dan las condiciones del
relato, y el pasado relatado, permiten a Carmen Posadas trazar un fresco vívido
de la Rusia del momento, y, además, una educación sentimental. Así que estamos
ante una ambiciosa novela que acoge, con toda justeza, dos géneros: la novela
histórica y la de iniciación. Con un leit-motiv
que la recorre entera: los criados son invisibles para los señores.
Efectivamente, Leonid Sednev
cuenta la historia como una confesión y desde su lecho de muerte, en una
clínica de Montevideo. Aquí, Carmen
Posadas hace un homenaje a su país natal, y un homenaje creíble, porque fueron
muchos los llamados "rusos blancos" que, fugitivos del comunismo, terminaron
afincándose en América del Sur. Como Leo
Sednev, que tendrá que justificar la Historia contando su historia. Es decir, su intención: las razones por las que tiene
que contarla. Que no son otras que su propia vida, y su propio amor, entonces,
mientras, y ahora. Curiosamente, causa y efecto, en el mismo sentido y al mismo
tiempo. Y la deuda de honor
contraída con uno de los personajes más curiosos....
Desde el punto de vista de la educación sentimental, destaca un
personaje casi sobre todos: Yuri, el
enano sobrino bastardo del Zar, que, como criado
con sangre de Palacio, guiará los pasos de Leonid por las chimeneas que
ambos deshollinan y por los respiraderos desde los que espían, miran y escuchan cuanto sucede en los salones. Será Yuri el
que le iniciará en una filosofía de la vida un tanto cínica y finalmente
tierna, y el que le enseñará esa forma de fidelidad tan próxima a la aprendida
de su propia familia, su madre y su tía Nina,
y su tío Grishan... Gracias a ese
espionaje -que no es el único en la
novela- y la necesidad de aprender, Leonid adquirirá las
lenguas y las maneras de un caballero, lo que le permitirá desenvolverse en su
exilio. Pero también sabrá de los
avatares de la guerra rusoalemana, del llamado Gobierno de Transición, del
socialdemócrata presidente de la Duma, el príncipe Kerenski, de la
abdicación del Zar y su posterior arresto, y hasta del siempre ausente, salvo a
la hora de tomar el poder, Wladimir
Ulianov, Lenin.
Pero si hay uno que brilla con luz propia, que interviene directamente
en la Historia, pero también en las
razones por las que narrarla se convierte en una obligación para Leonid,
ese personaje es Rasputín. Grigori
Efimovich, que se hacía llamar Rasputin, es seguramente el ser más odiado y
amado de la época, una especie de santón vicioso, curandero borracho y
mujeriego, visionario, y sanador fundamentalista. Su creencia en el papel del
mal como acelerador de la llegada de los Tiempos Mesiánicos, no es rara en su
momento, y está tan en su leyenda como el enorme tamaño de su verga. Sus
relaciones con la gente son extremadamente contradictorias: el pueblo le teme y
le ama -sus milagros son tan famosos como su lujuria y su generosidad-, pero
también le odia por la enorme influencia que ejerce sobre la zarina. Alejandra,
Alix, agobiada por la hemofilia de su hijo, el zarevich Alexei, confía ciegamente en él santón, y su confianza no se limita
a la salud del niño, sino que llega a las cuestiones de Estado. Eso al menos
piensa el pueblo, que reparte su odio indiscriminadamente entre el brujo y la alemana.... Realzar estas dos figuras
ambiguas, así como la del propio Zar
Nicolás II -una personalidad igualmente contradictoria, entre un
autoritarismo cerril y una ternura insólita- forma parte importante del sentido
de este libro, en el que los personajes no serán en blanco y negro, buenos o
malos, sino que tendrán tantos matices que a más de creíbles resultan cordiales
y próximos.
Y muy particularmente lo son las niñas, las hijas del Zar. Las cuatro
chicas que habitan el ansiado reino de
OTMA, (por las cuatro iniciales de Olga,
Tatiana, María y Anastasia), y
que serán irremediables objetos del amor y el deseo, amor imposible, deseo
irredento, de Leonid y hasta de Yuri... Sus ordenadas y enclaustradas vidas, sus aficiones -la
fotografía, por ejemplo- y su transformación progresiva cuando la tragedia se
instala en sus vidas, nos las acercan, nos las humanizan, las convierten en
personajes enteros, de carne y hueso.
Ese es el logro más importante de esta novela, y su ambición mayor.
Mostrar, en un amplio cuadro, las razones de un pueblo al que la pobreza y la
guerra, y los errores de sus gobernantes, colocan en una situación
revolucionaria, que saca lo mejor y lo
peor de todos ellos: eso es lo que hacen las revoluciones, y lo sabe bien
Carmen Posadas, que ya se probó con la otra, con la Revolución Francesa, en La cinta roja. Romper algunos mitos, y
cargar de humanidad a otros. Y lo último, pero no lo menos importante: haberse
asomado al "alma rusa", que, en palabras de la tía Nina, "es tan distinta a
todo lo que un extranjero pueda siquiera imaginar que, cuando uno de ellos llega
a este país, primero se sorprende, luego se escandaliza ¡o aterra!, y, por fin,
se fascina. Quien no tenga esto en cuenta, desde luego no comprenderá nada de
lo que sucede aquí".
Tengo la impresión de que esa "alma rusa" ha fascinado a Carmen
Posadas, que vivió en la URSS en los años setenta, en la época de Brezhnev, y
que debe formar parte de sus propias razones para escribir esta documentada y
espléndida novela. Con su hermano Gervasio
Posadas, a quien está dedicada, firmó Hoy caviar, mañana sardinas,
la divertida historia de una familia de diplomáticos con larga estancia en
Moscú, así que no puede extrañar que la lengua y la cultura rusas, bien
conocidas por ellos, aparezcan con toda naturalidad, no sólo en las numerosas
citas capitulares que van referenciando la lectura, sino en esas otras citas
inclusas y homenajes, tan presentes a lo largo del libro.
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