Puede
ser que, a partir de ahora, cada cumpleaños del
Rey se convierta en un
acontecimiento, en objeto de rumores y chácharas: ¿cómo se encuentra de verdad
el jefe del Estado? ¿Aguantará bien, a sus 75 años, las tremendas
responsabilidades -cada día más tremendas-que sobre él recaen? No me parece
bueno este clima, aunque lo entiendo. ¿Cómo no estar especialmente atentos a la
evolución de una figura que, como Don Juan Carlos, representa y está llamado a
seguir representando un papel clave como aglutinante territorial, legal,
político y hasta social?
No
sé cuánto gobierna el Rey que reina, suponiendo que gobierne algo, lo que es
ajeno a lo tasado en la
Constitución. Sí sé que sus mensajes, como el de la pasada
Nochebuena reclamando una Política con mayúsculas -mensaje me parece que poco o
nada entendido por los destinatarios--, son imprescindibles como aldabonazo cuando
las cosas no van bien. Y, ciertamente, y pese a las buenas noticias
coyunturales -de las que, faltaría más, soy el primero en alegrarme--, las
cosas no van bien.
Siempre
me he declarado monárquico más que juancarlista, aunque jamás he renunciado a
la crítica a la primera Institución española cuando lo ha merecido, y claro que
lo ha merecido. Ahora, me parece que la representatividad del jefe del Estado
habrá de incrementarse, en lugar de relajarse, y conste que mi opinión sobre el
Príncipe sucesor es inmejorable: creo que Juan Carlos de Borbón no debe
limitarse a advertir sobre la conveniencia, o urgencia, de un gran pacto
político y de proceder a cambios en la manera de gobernar y de ejercer la
oposición, sino que debería estar mucho más presente en acontecimientos y hasta
conflictos. No pueden ni el jefe del Estado ni el heredero de la Corona estar físicamente
ausentes durante largas temporadas de las comunidades autónomas, por mucha
conflictividad que en ellas se detecte -sí, pienso especialmente en Cataluña,
aunque no solamente-- , o precisamente por eso. Ni pueden limitar sus funciones
a poco más que actitudes protocolarias o de rígida representación institucional
en el extranjero.
Independientemente
del juicio que algunas de sus actitudes haya podido merecer, me parece
indudable que el jefe del Estado merece, y nos merecemos, una identidad mucho
mayor con los españoles. Voces creo que no muy atinadas pregonan estos días una
cierta pérdida de popularidad de la Monarquía, según dicen algunas encuestas y pese a
lo atinado de la mayor parte de las decisiones de quienes tienen altas
responsabilidades en La
Zarzuela . Creo que, por el contrario, hay que insistir en
que el prestigio de la institución y de quienes la encarnan es aún muy superior
a la de la mayoría de otros colectivos y organizaciones, una lista en la que
los políticos, quizá algo injustamente, ocupan el lugar menos prestigioso. Por
mi parte, y desde mi humilde rincón de mero ciudadano, felicidades, Majestad;
le necesitamos.
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