viernes 21 de diciembre de 2012, 12:09h
Una
cosa es estudiar en un idioma en la escuela, como sucede con la inmersión
lingüística en catalán realizada en el Principado, y otra hablarlo en la calle,
como esos niños que, según Duran i Lleida
"lamentablemente" utilizan el castellano en los recreos.
Es
que, en el fondo, los idiomas no sirven para entendernos unos con otros, sino
para diferenciarnos los unos de los otros. Por eso mismo, tampoco puede
imponerse su uso por decreto, como ansían todos los fundamentalistas. Así sucede
en Flandes, donde, a pesar de que todo el mundo ha estudiado francés, la gente
prefiere usar el inglés antes que la odiada lengua de sus vecinos valones.
La
utilización de uno u otro idioma conlleva siempre algún resultado negativo. Que
se lo pregunten, si no, a la amplia minoría de hablantes rusos de Estonia y de Letonia
que viven por ello en un limbo jurídico, privados de la ciudadanía de sus
respectivos países.
Éstas
son historias reales de incomprensión humana con las que cualquiera puede
toparse en sus viajes. Entiéndase, entonces, que a uno le ponga nervioso cualquier
noticia sobre barreras lingüísticas, máxime si ocurre en parajes tan
maravillosos como la Cataluña en la que siempre he podido entenderme en
catalán, en castellano o, si el interlocutor se pone tozudo, en inglés.
Para
mí, lo ideal es la carencia de un idioma oficial y que cada uno tenga el
derecho a ser escolarizado en su lengua materna, como sucede es Estados Unidos.
Luego, la realidad, la conveniencia o el afecto llevarán a cada habitante de
ese país a hablar en inglés -lo más probable-, en chino o en el idioma que le
dé la gana.
Eso
es lo único lógico y todo lo demás son monsergas.
Diplomado en la Universidad de Stanford, lleva escribiendo casi cuarenta años. Sus artículos han aparecido en la mayor parte de los diarios españoles, en la revista italiana Terzo Mondo y en el periódico Noticias del Mundo de Nueva York.
Entre otros cargos, ha sido director de El Periódico de Barcelona, El Adelanto de Salamanca, y la edición de ABC en la Comunidad Valenciana, así como director general de publicaciones del Grupo Zeta y asesor de varias empresas de comunicación.
En los últimos años, ha alternado sus colaboraciones en prensa, radio y televisión con la literatura, habiendo obtenido varios premios en ambas labores, entre ellos el nacional de periodismo gastronómico Álvaro Cunqueiro (2004), el de Novela Corta Ategua (2005) y el de periodismo social de la Comunidad Valenciana, Convivir (2006).
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