Hay políticos, banqueros, empresarios y hasta periodistas -palabra
de honor-- que estos días proclaman el dolor como solución para los problemas. "Gobernar
a veces produce dolor a los ciudadanos", es una de las frases que hemos
escuchado en estas jornadas de pasión, en las que la alegría navideña
tradicional parece algo difuminada ante tan dolientes propósitos anunciados
para el período que nos viene. Hasta el presidente del banco Central Europeo,
el indescifrable
Mario Draghi, nos dice que 2013 debe ser otro año "de
dolorosos progresos" para España. A mí, el dolor no me parece una
terapia. Ni pienso que sea un remedio; más bien, me acostumbraron desde niño a
tomar remedios contra el dolor.
No creo que vaticinar dolores sea la mejor manera de
afrontar una crisis; me parece que más bien se deberían recetar comprimidos de
esperanza, tratamientos paliativos a base de ideas nuevas y modos de gobernar
inéditos, compuestos de diálogo -a mí sí que me duele la clamorosa falta
del mismo-y de imaginación.
Solamente un país sin pulso, como decía
Francisco Silvela -y
me temo que no hemos progresado demasiado desde entonces en cuanto al ritmo
cardíaco de la sociedad civil-puede aceptar tranquilamente, sin mover un
músculo, una propuesta de dolor como planteamiento electoral (poselectoral, que
el pre fue bien distinto). Entiendo las dificultades que nuestros gobernantes
encuentran para hacernos la vida más placentera; pero he de pedirles que no
contribuyan, ninguno de ellos, a hacérnosla más desagradable de lo
estrictamente necesario, porque, ay, ya vivimos en un ¡ay! casi constante.
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