La relación entre la escritura y la pintura es muy estrecha. En algunos casos, como los que repasamos hoy, una pasa a ser el objeto del deseo de la otra. Y entonces, el trabajo del artista, pintor o escritor, puede adquirir una tensión insólita.
En Mr. Gwyn, la inquietante y sorprendente
novela de Alessandro Baricco, el turinés
hace un curioso intento. Su protagonista, que es un escritor -y cómo me gustan
las novelas de escritores- que está
bloqueado, decide desaparecer, después de tres o cuatro novelas publicadas. Conozco
bien esa situación. Y también la zozobra que sigue a esa decisión, que en su
caso va acompañada de una quema de naves que ni Hernán Cortés. Por supuesto, la raíz de ese tormento está en el
principio de todo: la necesidad (vital) de escribir, que es la única manera de
amueblar -ordenar- su relación de hombre solitario con el mundo y con las
ideas. Y, entonces, una visita a una exposición, la vista de esos cuadros -que
yo me imagino de Lucien Freud,
aunque no da ninguna pista- le enciende una luz. Como esto pasa en los primeros
folios, no estoy destripando nada. La historia crecerá en una estructura de
espiral....inversa, del infinito al doble punto de partida, así que la lentitud
expansiva del principio, se irá concentrando y acelerando al final hasta lo
casi insoportable. Y lo digo para incitarles a leerla.
Pero lo que
me interesa hoy de lo leído es lo que llamaría la envidia de la pintura. Curiosa la relación entre estas dos
artes, que, cuando consiguen acercarse a la excelencia, hablan de movimientos
del alma. Parecería, y es, que pintores y escritores, están obligados a afilar
su técnica por un lado, pero por otro, a investigar en esa "historia qué contar"
que tienen dentro, y que es lo que
interesa, al final, en cualquiera que empuña la pluma o el pincel -léase el
teclado o hasta la cámara de vídeo. Ese cambio de envidias, porque también hay
pintores que tienen envidia de la
literatura. Lucien Freud -y no
estoy afirmando que sea el modelo de Baricco,
porque no lo sé, pero apostaría dólares contra galletas- sería uno de ellos.
Por ejemplo,
la pintura de José Hernández podría
haber inspirado al mismísimo Harper Gwyn en su agónica búsqueda. La exposición,
que se puede ver hasta finales de enero en la galería Leandro Navarro, va
incluso más lejos de donde no les he contado que va Baricco: no sólo cuenta historias finales de sus personajes, sino
que los oculta. Cuenta los espacios que hay entre ellos. Cuenta las cosas, que
también son historias. O mejor, ese momento en que las cosas son ellas y otras
al mismo tiempo y en el mismo sentido. Cuenta el tiempo. O mejor: cuenta la usura del tiempo, desde
las cosas que lo sufren. Cosas: intermedios entre los tres reinos de la
naturaleza. Intermedios entre especies de cada uno de esos reinos. Una no sabe
si es rama o pata, si se arrastraba o
nadaba, volaba o pensaba, si es piedra o carne. Y esos colores pardos que los
reúnen a todos, y que es el color de la tierra. ¿Literatura? Bueno: una
historia qué contar acerca de los movimientos del alma. Una historia pintada.
Algunas veces, sobre papel.
Cambiando de
tercio y de luces, pero no de literatura -es otra su historia qué contar- por
toda esta semana sigue expuesta la obra última sobre papel de Miguel Condé en la galería José R.
Ortega, de la calle de Villanueva, de Madrid. Aquí no son retratos ni cosas:
son escenas, en que los personajes, con ese dibujo suyo, y unos colores que a
mí me suenan a renacentistas, igual por las ropas anacrónicas y ambiguas, o por
los rostros venecianos, pero que son modernos, parecen estar haciendo algo, y
sobre todo, hablando. La mudez, el
silencio de la superficie pintada, es puesta de relieve por lo que se ve que
hacen: bailes, instrumentos tañidos, bocas abiertas y miradas. Como si la
imagen necesitara sonar. Y no suena. Como si el pintor necesitara que se oyera
a esos personajes, un poco teatrales, un poco haciendo de si mismos. Literatura
también. Pintada.
Me doy
cuenta de que he cometido un galicismo, que sin embargo mantengo: envidia de
literatura, o de pintura, debería ser leído como ganas. Necesidad. Vacío. Sincio.
Envie. Y volviendo a Baricco, en la presentación de su
novela, publicada por Anagrama, en la Librería La Central, me di cuenta de algo
curioso que no sé si es muy significativo, pero que no me resisto a poner en su
consideración. El público. El público era de distinto tipo que el que va a las
inauguraciones, incluso que el que solía ir a las presentaciones. No había un
grupo de colegas, críticos, gente del medio, coleccionistas. Era un grupo de lectores. A lo mejor, en las
exposiciones, uno va a impregnarse de ese aura de la obra única de que hablaba Walter Benjamin, y los libros siempre
son seriados. Y entonces me di cuenta de una cosa: la participación en el aura
de la obra del escritor -que es una- se daba en su pura presencia y, si
acaso y sobre todo, en la firma del ejemplar. Es decir, en el nombre -el del
propietario- que aparecía en la dedicatoria, que es lo que presumiblemente lo
diferenciaba de los otros miles.
Hay algo de
mitomanía, claro. Por eso no me resisto a anunciarles que en la misma Librería,
la central de Callao, Manolo Campo Vidal
presentará el último libro de ese genio de la teoría de la comunicación que es Manuel Castells, este martes, a las
12.30. Redes de indignación y esperanza, publicado por Alianza Editorial,
describe la ola de protesta desarrollada en este último par de años, en todo el
mundo, y el papel que han jugado en ellas las llamadas "redes sociales". De las
primaveras árabes al 15M y el movimiento indignado, de anonymous a WikiLeaks, el autor del insustituible La era de la información (Siglo XXI, 1999) cuenta cómo, de pronto, "la gente
derrocaba dictaduras solo con sus manos" y
"los magos de las finanzas pasaron de ser objeto de envidia pública a objetivo
del desprecio universal". "La humillación causada por el cinismo y la
arrogancia de los poderosos, tanto del ámbito financiero como en el político y
cultural, es lo que unió a aquellos que transformaron el miedo en indignación y
la indignación en la esperanza de una humanidad mejor". Yo todavía no lo he
leído, pero son sus palabras, y de Castells
me fío.
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