miércoles 12 de diciembre de 2012, 07:56h
Señoras y
señores, el mundo se acaba. Si Rajoy piensa pedir el rescate a los financieros
comunitarios, debería hacerlo cuanto antes. Un par de semanas más y ya no podrá
firmar tan temible solicitud. Tampoco podrá repetirnos aquello de "solo
reclamaré el rescate por el bien común de todos los españoles". Una mañana
cualquiera, arregladito y recién desayunado, leído el resumen de prensa que le
preparan, atendidas las urgencias de
última hora, recibirá a ese confidente fundamental que todos los mandatarios tienen
en nomina, y torcerá el gesto cuando vuelva a recordarle la fecha del epitafio
mundial. "Hay que darse prisa Presiente, el mundo se acaba el 21 de diciembre".
Mariano Rajoy, tan tranquilo como siempre, más gallego que nadie, se encajará
la montura de las gafas, doblará pausadamente el Marca, y preguntará: "¿Podría
Montoro confirmarme antes de ese día que hemos cumplido el objetivo de
déficit?". "Improbable, señor Presidente" - contestará el asesor - . Consumado
un tiempo de reflexión, ambos repasarán la agenda de la jornada.
Otro que se
queda sin tiempo es el caudillo ibérico Artur Mas. Me imagino a su alevín de la
Esquerra rogándole que convoque ya el referéndum separatista. "Hágalo de
inmediato Presidente, se nos acaba el mundo y Cataluña debería desaparecer del mapa
siendo un estado libre e independiente".
"Le recuerdo que aún no me han investido
en el Parlamento" - contestaría abrumado el muy honorable en funciones -. Su
interlocutor meditaría la respuesta de Más y podría replicarle de la siguiente
manera: "pasemos Presidente de legalismos absurdos, tal y como hemos hecho con
la Constitución y la historia, el pueblo catalán nos seguirá y hasta es posible
que nos levante un monumento". "No tenemos tiempo, el mundo se acaba" - se
quejará el dirigente electo -. "La gloria siempre ha sido efímera, señor
Presidente" - sentenciará su aliado natural -. Cerrado el debate, una
insoportable resignación se adueñará de ambos.
Mi vecino se
enfrenta al cataclismo con una tranquilidad pasmosa. Siempre ha presumido de
los poderes que su madrina paterna
disolvió en las aguas bautismales. Desde entonces, nuestro vidente ocasional
interpreta el futuro con solo escarbar en los posos resecos del café. El buen
hombre te augura lo que vendrá a poco que te lo tropieces en el ascensor.
Cuenta que terminaremos como sus abuelos. El mismo se adivina sentadito en una
silla del salón de sus hijos, con su bata de paño ceñida al esqueleto, un
simpático gorro de lana cubriéndole las ideas y las piernas pegadas al brasero
humeante. Me pronostica todo tipo de calamidades: un país sin pensiones,
generaciones enteras trabajando como chinos desde la más tierna adolescencia y
minorías selectas disfrutando de todo aquello que se puede comprar con dinero.
Lo que termina por descomponerme es ese retrato que dibuja de una iguala medica, como las de antaño,
dispuesta a curarte con formulas magistrales las dolencias comunes,
entablillarte una pierna rota o suministrarte las correspondientes vacunas. En
el caso de empeorar, siempre tendrían a mano el certificado de defunción, extendido por cuatro
perras. Puestas así las cosas, ambos convinimos que tan poco es tan malo
cambiar de ciclo el 21 de diciembre.
Lo malo de
ese calendario maya, esculpido por astrónomos indígenas, degustadores de
chocolate caliente y fumadores de matojos alucinógenos, es que se termina un
día antes del Sorteo de Navidad. Sería imperdonable que me tocara el Gordo y no
lo pudiera cobrar nunca.