martes 04 de diciembre de 2012, 23:35h
Se llama Charo Baños y tiene trabajo, un lujo del que millones de españoles carece. Es segurata y su misión es velar por el orden y evitar altercados en una sucursal del inem.
Un
hombre cayó en una zanja de cierta profundidad de la que no podía
salir. Pasó un abogado y le pidió ayuda y el letrado esbozó una querella
contra el ayuntamiento en un papel que le lanzó. Pasó luego un médico y
a los gritos de socorro del hombre contestó con una receta para las
magulladuras. Luego pasó un cura que le miró y arrodillándose rezó una
jaculatoria tras la que siguió su camino y el hombre siguió en la zanja,
dolorido, desesperado y atónito.
En el inem de Charo, desde muy temprano hombres y
mujeres desfilan cariacontecidos buscando un certificado para una ayuda
municipal, una oferta de trabajo que nunca se materializa o una
explicación detallada, la enésima en realidad, de porqué no puede
acceder a ninguna prestación por pequeña que sea.
Es un microcosmos de tristeza y desesperanza, una reunión
improvisada de seres humanos endurecidos y desconfiados que coinciden
allí únicamente por culpa de la burocracia que les exige un sello, una
carta, un documento para el consistorio, para el banco, incluso para
Cáritas según me cuenta una mujer con cuatro niños y no más de treinta
años que espera turno.
La burocracia se caracteriza, además de por su
propia ineficacia, por tener fecha de caducidad. Hay que presentar este o
aquel papel tal día y debe ir acompañado de otra media docena de
papelitos que dicen lo mismo: no hay trabajo, no hay dinero, no hay
casa, no hay pan. Solo queda un resquicio: acceder a un bono-transporte
gratuito, a una guardería prepagada o a una exención para librarse de
los 3 euros que dan derecho a llevar la comida al cole en un táper, pero
para todo ello es necesario un certificado de (no) ingresos, una
confirmación fehaciente de que se está en el paro.
La burocracia tiene sus tiempos malos que rara vez
coinciden con el tráfago pavoroso de la angustia diaria de las carencias
y ahí es donde entra Charo, las Charos del mundo: ella escucha paciente
las súplicas, quejas, peticiones de los desempleados y luego,
silenciosa y eficaz como una hormiga, va solicitando aquí y allá los
papelitos verdes, los papelitos rojos, los papelitos blancos que
expenden los funcionarios en cubículos orwellianos, todos ellos con un
solo mensaje: no hay trabajo, no hay soldada. No tiene pan.
Los funcionarios, en un sí es no es disimulado, con
una sonrisa no demasiado franca para no soliviantar a la multitud de
damnificados, indican en susurros que falta tal o cual papel, que se lo
diga a Charo, que Ella proveerá. Y Charo escucha, memoriza, recoge
deneís y tarjetas de residencia y desaparece por entre el dédalo de
cubículos para reaparecer tiempito después con los papelitos verdes, los
papelitos rojos, los papelitos blancos que los funcionarios facilitan,
cómplices frente a la burocracia, y que no sería posible obtener a
tiempo siguiendo el reglamento.
El hombre de la zanja, desesperado, ve pasar a un
compañero y le grita pidiendo ayuda. Este le oye y sin pensarlo dos
veces salta a la zanja. "Eh, qué haces, ahora estamos los dos
atrapados", se queja el primero. "Tranquilo, compañero", dice el recién
llegado, "yo ya estuve aquí y sé cómo se sale."
No sé cuántas Charos hay por este páramo laboral con
tufo a estafa y a negligencia y a falencia de la dirigencia que nos
hemos otorgado nosotros mismos, pero espero que sean muchas porque los
ángeles de la guarda solo valen cuando son de este mundo: Charo salta a
la zanja con el parado y le ayuda a salir, desinteresadamente, sin que
nadie sepa siquiera su nombre, sin que muchas veces los diligenciados
compensen sus desvelos con una sonrisa. Gracias Charo.