Este
parece el año de los difuntos, un perpetuo 2 de noviembre aunque estemos
acercándonos a la segunda semana de diciembre. Los que se manifiestan en contra
de la privatización hospitalaria en Madrid dicen que la Sanidad pública "está
muerta"; la consejera de Educación de la Generalitat asegura que el ministro
Wert quiere
matar el idioma catalán con sus planes de reforma educativa; leo un artículo de
una ex ministra socialista -y se supone que aún militante de este partido-que
afirma que "el PSOE se disuelve como un azucarillo". Para el juez decano de
Madrid,
José Luis Armengol, el ministro de Justicia,
Alberto Ruiz-Gallardón
está "muerto" para dialogar con los togados. Y, claro, hay que admitir que, en
los últimos dos años, pero especialmente en los últimos meses, hemos de dar por
finiquitadas muchas cosas, desde el programa electoral con el que el PP
concurrió a las urnas hace un año y quince días hasta muchas de nuestras
creencias y costumbres más arraigadas.
Así
que los españoles estamos a punto de convertirnos, a golpes de
nacional-pesimismo, en una especie de novios de la muerte. Y eso, querido
lector, eso sí que no.
Me
parece nefasta esta fea costumbre que se ha instalado en los colectivos
españoles de declarar difunto a todo aquello que está en controversia o con lo
que no comulgan. Claro que ni la
Sanidad ni la
Educación públicas, ni la Justicia garantista, ni la Constitución, ni el
PSOE, ni, menos, Ruiz-Gallardón, están muertos, aunque todo ello ande un poco,
o bastante, zarandeado y precise de unos buenos remiendos. La muerte es algo
definitivo, irrecuperable. La única resurrección posible es comenzar todo de
nuevo; arreglar las paredes y, al tiempo, las cañerías, es, nada más (y nada
menos) que rehabilitar el edificio, o sea, regenerar lo tambaleante, pero no
muerto. Lo muerto ya no es: no tiene arreglo posible.
El
exceso de radicalismo verbal lleva indefectiblemente a una visión deformada de
las situaciones y, por tanto, a diagnósticos errados que conducen a soluciones
equivocadas. Declarar muerto como interlocutor a alguien es un riesgo muy
serio, sobre todo si ese alguien permanece en el cargo con el que hay que
dialogar; decir que el principal partido de la oposición se disuelve es como
condenarle a rebajas por liquidación y, por ende, como condenarnos a todos a un
régimen de casi partido único. Y así, en todo lo demás. Que no hay que
exagerar, vamos.
Pienso que sobrepasar líneas que se habían
declarado 'rojas', lo mismo que mostrar una pertinaz ceguera a la hora de
adoptar las medidas que todos creen que serían convenientes, conduce a
una pérdida de fe en nuestros representantes. Pero la desconfianza, como la
pereza o la alegría, como la sabiduría o la ignorancia, son elementos motores
de la humanidad, luego son factores vivos. Y entiendo que, aunque a veces parece
que caminamos hacia ello, no estamos en momentos en los que podamos considerar
que lo que se nos ha muerto es el futuro. Muera la muerte, viva la esperanza.
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Lea el blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'>