Calma. Recorro las calles de mi ciudad y palpo la calma
tensa tras la jornada de huelga general, en la que se confrontan, como siempre,
las cifras de participación. El dato irrefutable, 82 detenciones y 34 heridos,
entre agentes y huelguistas, refleja apenas una realidad parcial, porque la
huelga ha sido pacífica. Básicamente pacífica y básicamente inútil. Ni el
Gobierno va a rectificar su reforma laboral, ni va a convocar referéndum
alguno, ni el paro ha servido para reforzar a la oposición, ni a los
sindicatos.
Ignoro -es la última hora de la tarde, cuando ya los
manifestantes han salido a recorrer las calles-cuánta gente ha dejado de
trabajar este miércoles. La huelga no ha sido un éxito porque las radios, las
televisiones, las panaderías y las centrales eléctricas han seguido
funcionando. La apariencia ha sido de normalidad dominical, quitando algún
brote de exasperación, porque el tráfico no era lo fluido que desearíamos. A mí
me queda la sensación de fracaso, no porque el paro haya fracasado, que ni
tanto ni tan calvo, sino porque toda convocatoria de huelga general es una mala
señal, indicativa de que la sociedad no funciona tan bien como debería.
Y es la verdad: la sociedad española no funciona como
debería. Los huelguistas expresan, a mi juicio por métodos equivocados, una
protesta perfectamente legítima y justificada. Muchos de los que no han
secundado este paro simplemente no creen, como yo mismo, que esta acción vaya a
modificar el curso de las cosas, o ni siquiera se pueden dar el lujo de perder
un día de salario. O pasan, hartos de casi todo. Es lo peor: una sociedad
adormecida a la que casi todo le da lo mismo, con polos extremos de indignados
sin o con causa. Temo que ni unos ni otros, ni los de más allá, creen en la
labor terapéutica de la acción recortadora del Gobierno: la inseguridad jurídica,
que se enseñoreó del país en tiempos de zapatero, regresa a nuestros corazones,
y así no hay quien invierta ni quien consuma.
Es el paisaje, cuajado de papeles advirtiéndonos de que 'nos
roban el futuro' (y el presente) tirados por las aceras, mientras los
manifestantes despliegan sus pancartas sindicales, sus banderas republicanas,
sus lemas irritados. A veces te dan ganas de preguntarte si realmente merecerá
la pena vivir en este gran, magnífico, país nuestro que parece a punto de
malograrse.
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