viernes 02 de noviembre de 2012, 07:37h
Esta semana me encontré a un
amigo al que hacía tiempo que no venía. Entre otras confidencias me comentó que
su hijo había vuelto a casa. ¿No estaba muy bien colocado en una empresa de
informática? - le pregunté extrañado-. "Comenzaron a despedir a la gente y este
verano le tocó a él". Los pobres habían desmontado la habitación del chico para
que la madre instalara allí un despachito para sus pequeñas cosas. Ahora el
retornado se acomoda en su antiguo dormitorio de adolescente. "Donde comen dos,
comen tres y lo importante es que todo esto mejore y que mi hijo pueda vivir
nuevamente su vida como quiera" - concluyó resignado mi compadre-. La historia de este muchacho, tan real como los
malos tiempos que padecemos, es una más de las muchas que se cuentan a poco que
usted pregunte en su círculo más próximo.
Se fueron con la sonrisa
iluminándoles la cara, tentados por los salarios que colgaban del milagro
nacional y los créditos basura que les vendieron ejecutivillos de poca monta en
cualquier caja esquinera. Se alquilaron el apartamento o se lo compraron, lo
amueblaron y se dotaron después de todo aquello que se les antojaba
imprescindible para mantener una vida libre e independiente. Al poco tiempo,
sin que ellos y nosotros intuyéramos lo que se nos venía encima, reventó el
grano de la crisis y se encontraron de la noche al día con una deuda que no
podían pagar. Algunos han aguantado como han podido, otros han salido a flote y muchos más han
empaquetado en cajas lo que pudieron salvar del desastre y han amarrado en el
muelle abrigado de su familia. Los mejor preparados solo necesitan descansar,
recomponer la figura, esperar a que el viento vuelva a soplar de cola e
intentarlo de nuevo. Los chavales que dejaron los estudios engañados por los
cantos de sirena del trabajo sin cualificar y los salarios de oro, lo tienen
crudo. Parados, sin oficio ni beneficio, permanecen agarrados a la mesa
paternal donde cada día se les sirve la sopa boba. Contemplan perplejos y
deprimidos la nada que les ofrece el futuro y no tienen fuerzas ni ganas de
nuevas singladuras.
El Estado debería levantar un
monumento a la familia en todas las plazas públicas y el gobierno, por su
parte, tendría que valorar muy bien las medidas que viene adoptando y no
apretar más las clavijas a todos aquellos que todavía se mantienen a sí mismos y han sido capaces de ayudar a sus
hijos y sus nietos víctimas del naufragio general.