El verano se termina
entre abandonos mediáticos, muertes históricas, tristezas multimillonarias y
penurias reales de todo tipo y condición. Entretanto, el resto de mortales
miramos a la vez hacia delante y hacia atrás, hacia un tiempo que comienza y
otro que termina, y hacemos balance y me arriesgo a aventurar que (casi) ninguno
de nosotros ha cumplido todas sus expectativas. Yo mismo, por poner un caso, no
las he cumplido. Puede que algunas sí, es cierto. La mayoría, en cambio, no. Septiembre
es un mes raro pero repetitivo. Cada año vuelven las mismas incertidumbres,
esperanzas y melancolías. Incertidumbres simbolizadas en la llegada de un nuevo
curso escolar que, ya sea de forma directa o indirectamente, sigue rigiendo
nuestros biorritmos. Esperanzas porque RBA siempre saca una docena de
fantásticos coleccionables y sólo con comprar el primer lanzamiento (al módico
precio de 1,95 euros) uno adquiere al instante una estupenda colección de
objetos diminutos y totalmente inútiles que nos acompañarán hasta la próxima
mudanza. Melancolías porque los días son cada vez más cortos y las noches más
largas y las hojas y el pelo y la firmeza de la juventud caen lentamente sobre
el suelo de la existencia (ah). Por eso solemos dejarlo (casi) todo de lado
durante el verano y es en septiembre cuando hacemos lo posible por retomar (casi)
todo aquello que dejamos a medias. Como el colegio, como la esperanza en el
futuro, como la escritura. Por eso es ahora, en septiembre, cuando vuelvo a
escribir. Para compensar el desequilibrio de expectativas cumplidas.
Hace prácticamente un año que Alejandro García Ingrisano (Madrid, 1986) publicó un libro llamado
Pitcairn en el pequeño sello editorial
El Olivo Azul. Sin embargo, no fue hasta el mes de junio que me enteré de tan
magno acontecimiento, más o menos al mismo tiempo que llegaba a mis manos la
primera y hermosa edición de Siberia,
publicada por la misma editorial, la segunda novela de Juan Soto Ivars (Águilas, Murcia, 1985) prologada por su querido amigo
Ingrisano, del mismo modo que el joven Ivars prologó en su momento la novela de
Ingrisano que se publicó hace prácticamente un año y de la que hablaremos a
continuación porque durante los meses de julio y agosto de este verano el libro
que la encierra ha tenido varias funciones en mi vida; a saber: como estímulo, como
compañero de viaje, como motivo de burla y enfado, como origen de razonamientos
diversos, como objeto arrojadizo en una discusión, como posavasos, como
superficie donde esparcir sustancias ilegales, como excusa para volver a hablar
de literatura y, finalmente, como constatación de una catastrófica pero
reveladora evidencia. Vayamos, si no hay objeciones, por partes.
Estímulo.
Que tal y como están las cosas en el mundo editorial sigan
existiendo sellos independientes que apuesten por narradores jóvenes siempre es
motivo de alegría para los lectores y de esperanza para los escritores. Más, si
cabe, tratándose de dos personas a las que conozco y a las que me une, según
creo, cierta extraña simpatía.
Compañero de viaje.
El mismo día que salía de viaje hacia Berlín compré el libro
de Ingrisano sin saber que la acción de la novela transcurría en esa ciudad, si
bien hace más de 30 años. De Berlín fui a París, de allí a La Rochelle, luego a
Rochefort, y haciendo parada en Burdeos nos encaminamos hacia Bilbao. Después
volví a Madrid y todavía seguí leyendo el libro en las tardes calurosas del mes
de agosto.
Motivo de burla y
enfado.
Por el tiempo que he tardado en leerlo puede parecer que se
trate de una novela interminable, pero nada más consta de 154 páginas. Sin
embargo, desde que adquirí el libro y leí el prólogo escrito por Ivars pasaron
varios días hasta que, superada la vergüenza, comencé la lectura. El esfuerzo
que en esas líneas se hace por crear en torno al autor un aura de escritor
maldito, bohemio pero con clase, campechano pero erudito, todo un caballero
digno de mejores épocas, es inapropiado por innecesario, cuando no
completamente burlesco. Que dos jóvenes que no llegan a la treintena jueguen a
tratarse como personajes dieciochescos, incluso en el manejo de las referencias
y el lenguaje, sencillamente me enfurece. A no ser, por supuesto, que todo esto
forme parte de una mascarada literaria.
Origen de
razonamientos diversos.
Pircairn no es una
buena novela. Tampoco diría que es una novela mala. Me parece un texto
excepcionalmente bien escrito, en el que se alternan momentos delirantes con
piezas gratuitas si bien siempre manteniendo a gran altura un peculiar sentido
del humor. Pero parece un humor impostado de otra época, igual que el esnobismo
de los personajes y la fragilidad de la trama. Toda la emotividad de la novela
la va acaparando progresivamente el joven escritor Juan Ivars, en un sabio
ejercicio de desdoblamiento del narrador. La estructura, que hace las delicias
del prologuista, no deja de ser arbitraria, en cuanto que el narrador utiliza a
su antojo el tiempo que maneja. La circularidad y el recurso al manuscrito
hallado son recurrentes muestras de erudición y, por lo mismo, motivos de
cansancio. Pero, a pesar de estas flaquezas, hay algo en la escritura de
Ingrisano que convierte la lectura en una elegante lucha contra los clichés y
la bisoñería de la que adolecen (de la que adolecemos) muchos escritores
noveles. Escritores que, como Ingrisano, como Ivars (el ficticio y el real) o
yo mismo, tendemos a darnos más importancia de la que jamás llegaremos a tener
por mucha literatura que le añadamos a nuestras vidas, tan normales y
corrientes.
Objeto arrojadizo en
una discusión, posavasos y superficie donde esparcir sustancias ilegales.
Una reunión de amigos como cualquier otra. No creo que hagan
falta más aclaraciones
Excusa para volver a
hablar de literatura.
O de algo que se le parece.
Constatación de una
catastrófica pero reveladora evidencia.
Hasta donde yo sé, ni Ingrisano (aunque durante su estancia
en Berlín se alimentara a base de patatas y no pudiera soñar con tener un
ordenador), ni Ivars (el escritor real, no el ficticio, aunque se parezcan), ni
yo (el mayor de los tres y el único que no ha publicado ningún libro), ni la
mayoría de los escritores jóvenes que ambicionamos sacar adelante una
literatura propia y singular, no hemos vivido ninguna guerra en primera
persona, no hemos estado al borde de la muerte, no hemos tenido que exiliarnos,
no participamos en manifestaciones ni sufrimos el acoso policial, no hemos
pasado hambre, no hemos visto a nuestros hermanos asesinarse por una ideología
moribunda, no tenemos que luchar con otras especies por la supervivencia, no
sufrimos enfermedades letales, no creemos en Dios ni creemos en el infierno.
Somos gente normal y corriente que vive vidas normales y corrientes rodeadas de
personas normales y corrientes. Sufrimos, eso por supuesto. Tenemos problemas,
hemos visto morir a gente que queríamos, nuestros padres se han divorciado, nos
hemos peleado a puñetazos con nuestro mejor amigo, hemos sido humillados y
abandonados por varias mujeres, somos débiles, el poder nos engaña, la prensa
nos manipula, la economía nos ha dejado de lado, a veces no tenemos dinero ni
para coger el autobús, enfermamos y nos deprimimos y algunas veces nos gustaría
estar muertos. Está bien. Todo eso es cierto. Pero no por eso somos legendarios,
no por eso somos personas más especiales que otras. Somos superficiales,
esquivos, egoístas, insolentes. No sé si tenemos algo que contar. Supongo que
algunos de nosotros sí; intuyo, lamento, que la mayoría de nosotros no. Sin
embargo, entre decir y callar, entre ser espectadores o participar de alguna
manera en la acción, nosotros, los jóvenes escritores, siempre debemos elegir
seguir escribiendo porque entre tanta verborrea, grandilocuencia y estupidez de
140 caracteres es necesario que alguien intente decir algo interesante, útil,
duradero, ejemplar, magnífico, intenso, verdadero y supongo que, inevitablemente,
también será superficial. Porque no somos ni seremos leyendas y es mejor que
sea así porque entonces se complicarían de verdad las cosas y todos queremos
que la vida siga tratándonos bien ya que lo único que seremos capaces de hacer
por ella será escribir lo mejor que podamos, hacer de la vida literatura, o
literatura de la vida, aunque intuyamos y temamos que tampoco eso valdrá para
nada. O tal vez sí.
He ahí la insoportable levedad de Ingrisano: La insoportable
levedad de ser escritor.
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