Hemos escuchado en las últimas horas dos veredictos que hablan del fin
del Estado de las autonomías, al menos tal como lo conocemos. Uno, del
líder de Unió,
Josep Antoni Duran i Lleida, que considera que
incrementar los contenidos comunes en educación, disminuyendo los autonómicos, tal y como quiere la reforma del ministro
Wert, "se carga
radicalmente el Estado autonómico". El segundo es del polémico
presidente de la patronal,
Joan Rosell, que afirma sin paliativos que
el Estado de las autonomías "ya no funciona". Y pienso que no lo dice
solamente por la 'rebelión' de un
Artur Mas que se ha salido del guión,
aunque aún no sepamos ni cuánto ni cuándo pondrá en marcha su propia
hoja de ruta, si es que lo hace.
Personalmente, pienso que hay
aciertos en esa reforma educativa aprobada el viernes por el Consejo de
Ministros y que dará origen a una enorme batalla parlamentaria. Pero lo
cierto es que ha provocado nuevos incendios en el sector -más incendios
aún-, como la pretendida reforma de
Ruiz Gallardón los está provocando
en el mundo judicial y fiscal. El adiós al mundo que conocimos hasta
hace, pongamos, un año está provocando llamaradas de ira y descontento
en quienes no están en absoluto seguros de que el nuevo camino sea el
correcto. Y así nos plantamos, ahora que la estación comienza
oficialmente, ante un 'otoño tórrido' que ya dejó ver el pasado fin de
semana en las calles de Madrid que mucha gente no va a quedarse en casa
de brazos cruzados mientras se siente empobrecida y con escasas
expectativas de futuro para sus hijos.
Estamos en medio de
una revolución (o involución) gradual que está transformado el Estado en
lo territorial, en lo económico -el empobrecimiento es obvio y se
traduce en numerosos síntomas, desde el consumo hasta las costumbres
cotidianas-, en lo social -las clases medias se estrechan y una
generación de jóvenes preparados emigra- y hasta en el concepto de
soberanía: cada vez parecemos depender más de lo que por nosotros se
decida fuera de nuestras fronteras. El Estado de bienestar ha
experimentado sensibles mermas en su calidad y cantidad, los agentes
sociales para nada son lo que fueron, el prestigio de nuestros
representantes se encuentra bajo mínimos y el desarrollo de la sociedad
civil ha experimentado, me parece, un frenazo, aunque nunca fuera España
un Estado demasiado vertebrado.
Es decir: si usted lo mira
despacio, comprobará que, aunque los síntomas viniesen de largo tiempo
atrás, casi todo es muy diferente, y temo que bastante peor, que hace un
año. Desde la banca al número de inmigrantes o a la manera de
permanecer en las empresas (quienes aún permanecen, claro), el gran
cambio ha barrido muchos valores asentados, numerosas certezas que
tenían, ahora lo vemos, los pies de barro. El país feliz que Zapatero
radiografiara tan falaz y erróneamente en 2009 ha devenido en esta
España cuarteada, desconfiada, nacional-pesimista, que abomina de sus
gobernantes -aunque estén en la oposición-y en la que los rencores
territoriales estallan por cada esquina.
Y, sin embargo, soy
de los que creen que aún existe la esperanza. No en una alternativa a un
Gobierno cuya única alternativa, hoy por hoy, es él mismo, qué le vamos
a hacer. Pero España es un país sólido, lleno de activos, comenzando
por su población, que, con los lógicos estallidos de ira y
desesperación, está teniendo un comportamiento ejemplar frente a esta
parece que inevitable revolución que se está operando en el cuerpo
social. Falta, sí, ese plan reformista y consensuado, valiente, capaz de
volver a ilusionar a la ciudadanía. Esa revolución de hecho tiene que
plasmarse, para bien, en las mejores páginas del 'Boletín Oficial del
Estado', en una reforma legal y constitucional -no se puede aplazar
mucho más- de enorme alcance. No sé si el abrumado piloto que gobierna la
nave, el bombero que acude a todos los incendios con una manguera de la
que apenas sale agua y con una desesperante parsimonia, será capaz de
encontrar esas mejores páginas de la gaceta oficial o si ésta seguirá
siendo emborronada semana tras semana.
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Lea el blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'