Palabras más, palabras menos
lunes 10 de septiembre de 2012, 08:01h
A Maurice de Talleyrand-Périgord, el político
y diplomático francés que ejerció como ministro de Asuntos Exteriores con
Napoleón, aunque luego lo abandonó para
apoyar la restauración de la monarquía francesa, se le atribuye la
autoría de una sentencia que no deja en muy buen lugar a la palabra como fuente o principio
para el entendimiento. El bueno de
Talleyrand vino a sentenciar que
"al hombre, se
le ha dado la palabra para disimular su pensamiento". A juzgar por los resultados que hoy
pueden observarse a diario, tanto en los ámbitos públicos como privados, parece que el francés ha
formado una ingente legión de seguidores. Confesos o no, esa es otra cuestión.
El
asunto no ha pasado desapercibido tampoco
en nuestros días para el
escritor Gustavo Martín Garzo, Premio Nacional de
Narrativa, quien ha puesto de manifiesto en una reunión que mantuvo hace algún tiempo con varios
directores de Comunicación
castellano-leoneses, que cada vez constata con más frecuencia de la deseada que "hoy la
palabra ha perdido su valor y sirve para ocultar más que para revelar".
Podría
pensarse , probablemente por una ya
vieja tradición cultural, que tanto Talleyran como Martín Garzo
hacen alusión únicamente a la palabra hablada, pero desgraciadamente la cuestión
es mucho peor porque hoy no se ruboriza nadie por
sostener ante quien sea lo
contrario de lo afirmado, incluso
por escrito, hace solo unos días. Y
si esa sentencia se pronunció
con luz y taquígrafos, o ante el mismo
notario, antes se desacredita a la luz, al taquígrafo y al
notario, que reconocer pública o privadamente algo
que el afirmante observa ahora que lo deja muy mal parado intelectualmente o le perjudica
en otros ámbitos.
Transparencia
pública
A partidos políticos, por supuesto a sus líderes, a
instituciones, empresas, asociaciones (gubernamentales o no)
hoy se les llena la boca afirmando en todo momento, venga a cuento o no, y
a diestro y siniestro que uno de los valores más inmutables que rigen sus principios o su cultura
es eso que hemos dado en llamar transparencia. El
problema es que, con demasiada frecuencia, no atribuyen
al concepto su verdadero significado
, el de actuar libremente, pero sin ocultar
nada, como si solo un cristal limpísimo
y transparente protegiese todas y
cada una de sus actuaciones.
A juzgar
por los continuados espectáculos que,
día sí día no, vivimos
sobre el particular, quizás
debiera hablarse más de traslucidez
que de transparencia y así todos
sabríamos que los principios enunciados
se parecerían mucho más a las sombras chinescas que a la realidad de los hechos.
Puede
que, incluso, en ciertos ámbitos hasta
seamos generosos aplicando este último concepto, el de traslucidez, en lugar
de otro mucho más preciso y
ajustado, el de oscurantismo. ¿Qué es
si no, el uso permanente del eufemismo en el discurso político? O,
peor aún, en el caso de la gran mayoría
de las tertulias en medios de comunicación que -como bien las definía Martín Garzo- se han
convertido en "el descrédito de la
palabra".
Privilegios
privados
Al hombre y a la mujer
cabales, aquellos que son capaces
de enunciar sencilla y ordenadamente su pensamiento, de modo que
este pueda ser entendido y valorado
tanto por quienes desconocen
en profundidad el asunto tratado, como por aquellos
que puedan ser estudiosos del
mismo, se les ha tenido tradicionalmente en la más alta estima. Ahora no parece que tampoco eso sea así porque muchos piensan que si un
profano entiende todo lo que un médico ha querido
decir a la hora de dar un pronóstico y de avanzar un diagnóstico, el galeno
en cuestión no puede ser muy bueno. Y, por supuesto, otro tanto puede decirse de fontaneros, informáticos, arquitectos,
ingenieros y hasta periodistas.
Actitudes como las descritas creo que no inducen más que a pensar en la existencia de una inseguridad y una
falta de preparación generalizadas entre quienes
recurren al eufemismo
o a la jerga profesional para evitar
quedar en evidencia en cualquier
momento, si es que se les llega a entender.
Por el contrario, y solo
con fines didácticos, me vienen ahora a la cabeza dos claros ejemplos de
hombres de nuestra época que
nos hacen albergar esperanzas de
recuperar lo que nunca debió perderse,
la claridad. Me refiero al profesor e
investigador Francisco Grande
Covián (1909-1995), y a José
Luis Sampedro (1917), escritor,
humanista y economista. A ambos se les
ha entendido siempre porque han
querido hacerse entender. Eso tiene un
nombre: inteligencia y honradez
intelectual.
Columnista y crítico teatral
Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)
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