martes 07 de agosto de 2012, 14:55h
El número de españoles que ha dejado de planear alguna salida en su época de vacaciones ha crecido este año con respecto a 2011. Y el pasado con respecto al anterior. No hace falta recurrir al INE, ni dar cifras estimativas precisas porque todos tenemos esa percepción muy clara, tanto por amigos, como por vecinos y familiares que, con la crisis, han cambiado sus hábitos turísticos. Y, desde luego, más por necesidad que por convicción.
Frente a la adversidad en este terreno, cualquier fórmula es buena: plantarle cara, resignación, incluso, apariencias. Todo vale para combatir la merma de ingresos que, por una u otra causa -cuando no por todas a la vez- nos obliga a restringir el uso de la tarjeta de crédito y a pillar con doble goma elástica los pocos billetes de 50 € que aún quedan en casa (¡de 100, 200 ó 500, ni hablar, claro, porque no los hemos visto más que en fotografía..!) para evitar gastos superfluos y hasta necesarios. Se trata, en fin, de ahorrar como sea y a costa de lo que sea; ese parece ser el lema de muchos españoles que, para sobrevivir al quinto año consecutivo de crisis, han visto con pavor que no es que no quieran consumir: sencillamente, no pueden.
Parece que esta necesidad de moverse a conocer destinos, más o menos lejanos, está vinculado directamente a la formación cultural de los sujetos. Puede ser, pero mucho antes que eso, a la posibilidad económica, sin la cual no hay voluntad que valga.
Así las cosas, los pueblos de la península ibérica van a vivir este verano las fiestas más concurridas y brillantes de los últimos decenios. Los afortunados que aún poseen una casa familiar en el pueblo, tienen esta vez claro su destino que le va a permitir la posibilidad de desconectar de las actividades cotidianas, variar de paisaje y de paisanaje, del mismo modo que si volara a las antípodas y, en última instancia, si a la vuelta mantiene su puesto de trabajo, considerarse el más afortunado del mundo solo por ese pequeño, pero trascendental detalle.
Apariencias
Hay , no obstante, gente para todo -ya se sabe-, y lo mismo no renuncia a la salida veraniega que le permiten los campings, los vuelos baratos o el intercambio de casas... Todas son opciones legítimas que cada cual sabrá como administrar y que, por tanto, son más que respetables. No se puede decir otro tanto, sin embargo, de esa otra fórmula en la que, al parecer, están cayendo ya en España algunos de nuestros compatriotas demasiado circunscritos al qué dirán. Se trata de encerrarse en casa y fingir estar de vacaciones. Menos mal que esta patología no esta en el protocolo de tratamiento de la sanidad pública porque, si así fuera, lo mismo había overbooking.
Esta funesta manía parece ser que tiene su origen en Italia, que es un país, tan mediterráneo como el que más, pero en donde eso de aparentar se lleva a cabo, casi como deporte nacional. Todo surgió en los años 80 cuando a las distintas autoridades de tráfico de los países europeos se les encendió la bombilla y, de pronto, llegaron a la conclusión de que había que llevar el cinturón puesto para salir con el coche a la calle. Los italianos diseñaron una camiseta con una franja oscura que cruzaba el pecho del viajero de izquierda a derecha y de arriba a abajo, o viceversa -según se tratase de un conductor o su acompañante- , y así poder "dar el pego" a los carabinieri y demostrarles que se cumplía la ley, sin hacerlo realmente.
O esa otra fórmula que también hizo furor a mediados de los 90, que es cuando empezaban a circular los teléfonos móviles entre las clases más privilegiadas, en la sociedad romana, de llevar un móvil tan falso como esas pistolas que utilizan los ladrones al atracar una sucursal de banca para bajar la condena, si por desgracia para ellos, les pilla la autoridad competente. El caso es que nuestros compatriotas de la península itálica aprovechaban las paradas de los semáforos para "molar" un rato y, de paso, sembrar la envidia entre los conductores y conductoras de los vehículos más próximos, fingiendo tener una interesante y apasionada conversación. No sé si el genial y siempre recordado Miguel Gila llegó a burlarse de esta infame moda pero, de haberlo sabido, lo mismo denuncia a los burdos imitadores a la SGAE, que entonces gozaba de la fama y el poder que ahora le falta.
No se me ocurre otro modo de acabar con esta manía que empieza ahora a tomar cuerpo en nuestra sociedad que gravarla con otro impuesto, de estos que ahora se saca de la manga el gobierno Rajoy, o si no, veo a media España fingiendo estar en Singapur, Australia, Nigeria o Laponia, dando detalles del paisaje y de las costumbres de los lugareños a través de Facebook, Twitter y e-mails, porque han aprendido mucho de todo esto en los diversos formatos de españoles, manchegos, madrileños, gallegos o vascos... por el mundo, con que nos han venido deleitando nuestras televisiones públicas a lo largo de los últimos años. Una vez más se demuestra que lo malo no son las cosas, ni los libros, ni la política, sino el uso que se hace de ellas...
Columnista y crítico teatral
Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)
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