lunes 06 de agosto de 2012, 16:39h
A la mayoría de los políticos les fascinan
dos territorios seductores: los medios de comunicación y la información
policial. No es un amor desinteresado, porque se supone que si posees
una gran influencia sobre los medios y, además, gozas de información
privilegiada sobre las idas y venidas del contrincante, tienes asegurada
la reelección. Los hechos demuestran que por mucho control que se tenga
sobre televisiones, periódicos y emisoras de radio, y por mucha
información clandestina que se posea, las reelecciones nunca están
aseguradas, y las alternancias de poder se producen, sea quien sea el
controlador.
Nuestro Centro Nacional de Inteligencia, conocido antes de ayer
como CESID, es la pasión oculta de todo jerarca, y en los gobiernos
electos suele haber una pugna entre Presidencia, Defensa e Interior para
ver quién es el más influyente sobre el centro que, teóricamente, se
debe dedicar al recontraespionaje. Teóricamente. En la práctica no se
enteraron -o sería espeluznante saber que se enteraron bastante- de los
prólogos del 11-M, y, sin embargo, lo sabían casi todo, por ejemplo, de
un presidente del Real Madrid, ya fallecido, y de las idas y venidas de
Manuel Pizarro, creo que cuando era presidente de Endesa, por cierto,
con una técnica tan del estilo Mortadelo y Filemón que los propios
escoltas pillaron a los James Bond del contraespionaje.
Que los fondos reservados, y el dinero de los contribuyentes, se
gaste en conocer lo que hablaba por teléfono Ramón Mendoza, y lo que
hablaba y con quién se veía ese gran peligro para la seguridad nacional
de España, que es el bueno de Manuel Pizarro, da idea del sentido de la
ética que tienen nuestros políticos, de su miserable calaña moral, y de
la desgracia de tener que estar en sus manos.
He sido víctima del antiguo CESID siendo diputado en las Cortes
Generales, y me enteré gracias a Telefónica, porque eran unos chapuzas.
Creí que eran reminiscencias de la Dictadura, pero sigue siendo la misma
porquería, el mismo afán de perpetuarse en el poder, saltándose todas
las barreras de la decencia, y recordándonos, una vez más, que no son
unos caballeros.