Estamos
de conmemoración. De un 15 de mayo, que tanto revuelo trajo consigo, a otro 15
de mayo, este. Conste que si titulo este comentario 'el año que cambió nuestras
vidas' no me refiero tan solo, obviamente, al movimiento de los indignados, con
todo lo que ha traído consigo. Me parece que esta 'movida' ha tenido, y tiene,
su importancia, desemboque en lo que desemboque, por cuanto muestra la parte
más extrema de la frustración y de la irritación social que, de todas formas,
ya indican las encuestas. Pero ha habido más cosas. Muchas más cosas.
Pienso
que este ha sido un año de cambio en muchas estructuras, y no estoy seguro de
que haya sido para mejor. Ni, necesariamente, para peor. Depende de lo que
aprendamos de las enseñanzas que estos doce meses, con unas elecciones, un
cambio de signo político, un empobrecimiento general, nos han deparado. El
acoso europeo ha sido asfixiante, obligando a improvisaciones -la última, me
parece, la nacionalización parcial de Bankia- y, lo peor, a incrementar esa
inseguridad jurídica que ya instalaron los socialistas en nuestras plazas.
La
crónica del año de la desaparición de
Zapatero y el ascenso de
Rubalcaba al
liderato de la oposición, del ascenso de
Rajoy y de su equipo al poder, de una
huelga general y de muchas manifestaciones de protesta, entre ellas algunas de
estas protagonizadas por el movimiento 'indignado', es también la historia de
la presencia de Amaiur en algunas instituciones, y del tambalearse de otras.
Han pasado cosas -no necesariamente positivas, por cierto- en la Casa del Rey, en la
presidencia del Tribunal Supremo y en el Consejo del Poder Judicial, en el
Banco de España, en las televisiones públicas, en el acuerdo no escrito entre
las dos grandes fuerzas no nacionalistas vascas...
Y
lo peor, o lo mejor, es que todo lo anteriormente mencionado sigue abierto. Hay
heridas no bien cerradas, incertidumbres no resueltas, reformas no culminadas o
excesivamente cuestionadas, y no me refiero solamente al ámbito
económico-laboral, porque el afán reformista del Gobierno, en principio loable,
pero en no pocas aspectos cuestionable, ha incluido muchos ámbitos.
Hay
amenazas de intervención en algunas comunidades autónomas, incluyendo la
asturiana, donde no se ha cerrado la crisis política. Y España sigue mirando
aprensivamente a Bruselas, o a Berlín, o a París, de donde en cualquier
momento, piensa el ciudadano de la calle, nos puede venir un nuevo golpe. Los
socialistas, que hasta diciembre ocuparon el poder, siguen lamiéndose las
heridas, sin que su congreso poselectoral haya consolidado sus dañadas
estructuras dirigentes. Los 'populares', que ocuparon el poder por mayoría
absoluta, han iniciado una caída libre en los sondeos, derivada de la
necesidad, impuesta desde el exterior, de imponer a los españoles cada viernes
un ajuste duro sobre otros ajustes no menos duros.
Podría
también, en esta crónica del desastre, hablar de la pérdida de influencia
exterior, especialmente en América Latina -en Europa ya la habíamos perdido
casi toda-. Y, buceando en causas más profundas, podríamos hablar del
ensimismamiento de las fuerzas políticas y sociales, que ven con creciente
claridad que los ciudadanos se sienten cada vez menos representados por quienes
deberían representarles. Y, sin embargo, en esos ciudadanos, cada día más
escépticos y más euroescépticos, en esa sociedad tan invertebrada como cuando
Ortega así la denunciaba, está la solución. Y, para la clase política, el
problema. Al menos, mientras se sigan ignorando las peticiones y aspiraciones
de una ciudadanía que no acaba de entender muy bien por qué se hacen unas cosas
y, en cambio, no se hacen otras que son demandadas por abrumadoras mayorías.
Creo
tanto, dicho sea sin la menor ironía, en la buena voluntad y la honradez básica
y general de la clase política española como en su desacierto a la hora de los
grandes proyectos, de poner en marcha ideas elevadas y originales. Y temo que,
a este paso, la crónica conmemorativa del 15 de mayo de 2013 podría resultar,
si nadie lo remedia, aún más pesimista que esta; y ello, suponiendo que
tengamos dónde escribirla, aparte de los ciento cuarenta caracteres del cabreo
en las redes sociales. Dicen que lo bueno de estudiar la Historia es aprender a
que la peor parte de ella no se repita. Este año, de 15-m a 15-m, me parece que
ha sido una lección a no olvidar. Y, desde luego, a no repetir. El mensaje de
esperanza es que, si así lo queremos y procuramos, no estamos necesariamente
predestinados a esa repetición.
Blog de Fernando Jáuregui - Cenáculos y mentideros