La crisis griega comenzó, ¿recuerdan?, con la
falsificación masiva de datos económicos por el Gobierno mientras los
ciudadanos vivían como marajás, defraudaban al fisco, recibían fantasiosas
subvenciones y practicaban un creciente absentismo laboral.
Desde entonces, la otra
Europa, la de los contribuyentes austeros y honrados, lleva enterrados
miles de millones en el sumidero griego sin ningún resultado. Eso sí: los
beneficiarios de ellos protestan por no poder vivir al fraudulento ritmo de
antes, se manifiestan en la calle, hacen huelgas generales y no se ponen a
reparar el desastre causado entre todos.
Salvando
las distancias -pocas-, es lo que se ha encontrado el Gobierno español, con un
déficit público muy superior al anunciado y en el que han participado todos:
Estado y Comunidades Autónomas, gobiernos del PSOE y del PP.
En
este masivo despropósito, los ciudadanos hemos sido coherentes con nuestros
gobernantes, con una evasión fiscal de 72.000 millones y una deuda de empresas
y familias que no se la salta un galgo.
Claro.
Es que hemos vivido una época en la que sólo ha habido derechos sin la
contrapartida de obligación alguna: derechos a subvenciones inverosímiles, a financiar
indefinidamente el fracaso escolar, a la medicina más costosa de Occidente, a instalaciones
olímpicas en pueblos sin atletas...
Ahora,
cuando hay que pagar aquello que disfrutábamos a crédito, nos ponemos como
panteras y repetimos insistentemente el mantra del recorte de derechos. ¿Pero cuál es de verdad el límite de tales
derechos? ¿A qué puede aspirar una sociedad si no genera los recursos
necesarios para ello?
Ése,
y no otro, es el verdadero debate que nadie parece dispuesto a afrontar.
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