La
semana pasada se celebró en la Universidad de Oxford un debate sobre la
existencia de Dios entre el zoólogo
Richard Dawkins y el arzobispo de
Canterbury,
Rowan Williams. Según cuentan los cronistas fue un debate de
altura, en el que se trataron temas como la evolución de la materia, la
estructura del átomo y la aparición de la conciencia. Estoy convencido de que
los asistentes al debate habrían entendido como una bajeza que Dawkins hubiera
usado los casos de pederastia en los internados católicos de la vecina Irlanda
para negar la existencia de Dios. Además, es más que probable que el autor de
El Gen egoísta conozca la teodicea de Leibniz los suficientemente bien como
para adivinar el siguiente movimiento del arzobispo, es decir, la explicación
de la compatibilidad de la existencia del mal y de Dios en un mismo universo, e
incluso en un mismo internado. Afortunadamente para todos, Dawkins respeta la
inteligencia de sus oyentes como para no usar argumentos ad hominem, y menos
aún en un debate sobre Dios. Hay que reconocer que tampoco está mal la actitud
del arzobispo, que respeta la libertad del científico en lugar de quemarlo en
la hoguera.
La
argumentación contra la persona que defiende una idea, en lugar de contra la
idea, se usa porque funciona. Por eso el mundo está lleno de pícaros que toman
el atajo de descalificar a las personas para ahorrarse el trabajo de rebatir
sus argumentos. Y si hay pícaros que tienen éxito al tomar ese atajo es porque
el mundo está lleno de personas dispuestas a creerlos, sea por ingenuidad o sea
por conveniencia. Cuando nuestro infante
Don Juan Manuel contaba en el Conde
Lucanor la historia del traje mágico que sólo podían ver los hijos de madres
virtuosas, no sólo ponía en evidencia la maldad de los pícaros que tejían el
traje mágico al rey, sino el cinismo de la gente que decía que lo veía, porque
nadie se sentía seguro de la virtud de su madre.
Un día
que estaba yo en la mesa de una comisión del Congreso junto a un veterano
diputado socialista y un no menos veterano diputado de la derecha, se nos
acercó una joven diputada de Izquierda Unida a plantear algún tema del orden
del día de la comisión. Cuando la diputada se alejaba, nuestro colega de la
derecha dijo: "sí, ésta es muy de izquierdas, pero seguro que le gusta el jamón
serrano". Mi compañero censuró con una broma ingeniosa al político conservador,
que se puso ligeramente colorado, aunque no rojo, obviamente. Estoy convencido
de que aquel diputado no es representativo de la mayoría de los diputados de la
derecha, pero tampoco es un caso aislado.
Nada
más anunciar los sindicatos su oposición a la reforma laboral aprobada por el
gobierno del PP, los medios de comunicación de la derecha, en lugar de defender
las bondades de la reforma, se dedicaron a descalificar a los sindicatos y a
los sindicalistas. Que si los elevados ingresos de un dirigente sindical, que
si las famosas vacaciones en un crucero de otro, que si las comidas de un
tercero, etcétera. Lo paradójico es que descalifican a los dirigentes
sindicales diciendo: «No os fiéis de vuestros dirigentes, que son como
nosotros». Respetuosos con los demás no son, pero la verdad es que son sinceros
respecto a ellos mismos. Frente a la tradición protestante en la que el éxito
económico es un indicio de salvación, nuestra derecha ve en su riqueza la
prueba de su delito. Les faltó decirles a los trabajadores: "No vayáis a
la manifestación que a vuestros dirigentes les gusta el jamón".
Muy
mala tiene que ser la reforma laboral cuando en lugar de defenderla, sus
autores prefieren atacar a los sindicatos y a los sindicalistas.
José
Andrés Torres Mora es diputado socialista por Málaga y portavoz de Cultura en
el Congreso
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blog de José Andrés Torres Mora