Me siento desgraciado. Ernesto
Sabato lo sabía: "Uno se cree a veces un superhombre, hasta que advierte
que también es mezquino, sucio y pérfido". La noche que el cine español celebra
su fiesta con una gala pomposa y exultante, yo estoy cenando solo comiendo una
pizza congelada y añorando tiempos mejores. Es curioso cómo reacciono cuando gente
tan guapa y tan elegante, con tanto dinero y tantos trajes caros, con tantas garantías
de éxito y de futuro y con tantas ayudas y tantos grandes amigos y tantos
magníficos compañeros y equipos técnicos y tanta familia a la que agradecer su
apoyo incondicional, es curioso, no deja de ser curioso, o al menos eso me
parece a mí como hombre solitario, pobre como una rata y sin amigos en el
mundillo literario (y acaso tampoco en el mundo real), pues no deja de
resultarme curioso comprobar que "los sueños hechos realidad" de los demás me
producen vergüenza, asco y desolación. Por lo tanto, hablemos con propiedad, en
lugar de decir me siento desgraciado debería decir, sin ambages, que soy un
desgraciado. Visto así, es del todo normal que no tenga muchos amigos.
Lo anterior, de todas
formas, no tiene ninguna importancia. Me refiero a que gente tan guapa y
tan elegante y con tanto éxito y etcétera se dedique a lamerse las heridas en
televisión y con ingentes cantidades de dinero público de por medio. (Que yo
sea un desgraciado, desde luego, es un tema de máxima prioridad en la agenda
nacional). Si España sigue empeñándose en presentarse al mundo como un país de
sonaja y pandereta por muchas películas de robots que se hagan; si aunque hayamos
ganado el Mundial y la Copa Davis no aceptamos la burla y la sátira de los
demás siendo estos géneros tan propiamente españoles; si nuestro carácter (si
mi carácter como español) es envidioso, rencoroso y mezquino, todo ello no es más
que una muestra de que las cosas no marchan bien, o no tan bien como podrían o
deberían marchar. Por supuesto, yo no sé cómo deberían marchar las cosas así
que no entiendo por qué estoy diciendo lo que estoy diciendo. Pero ¿qué estoy
diciendo? Es igual. Olvidémoslo. Viva España, viva el cine español y gracias a
todo el equipo que ha hecho posible que nuestro sueño se haya hecho realidad.
Pero yo he venido
aquí para hablar de mi libro y aquí no se habla de mi libro y venga a entrar
publicidad y venga a entrar invitados y aquí no se habla de mi libro así que yo
me voy. La sátira, la parodia, el sentido del humor y la conjunción de
elementos propios de la baja y la alta cultura son las características
principales de la última novela de Manuel
Vilas (Barbastro, Huesca, 1962), Los
inmortales. El argumento, como suele ocurrir en su narrativa, es una excusa
para desplegar a lo largo de sus delirantes pasajes ciertas obsesiones y
ciertas iluminaciones. Como la ruptura con la tradición española, a la que
admira y al mismo tiempo ridiculiza. Como el descreimiento acerca de los hechos
y los personajes históricos. Como la vulgarización de ciertos mitos culturales
y la entronización de algunos productos de consumo. Como la crítica a la
alienación poscapitalista y la aceptación de su poder y su influencia. Como la voluntad
incansable de entender qué es España, quién la representa y qué demonios
quedará en pie de todos nosotros cuando hayamos muerto y nuestros descendientes
viajen a diario de un planeta a otro con la indiferencia con la que nosotros
hacemos un transbordo en Nuevos Ministerios.
¡Dejarme hablar! El
milenarismo va a llegar. Me gusta Vilas. Como narrador, es posible que no
logre, quizá porque no le interesa, la excelencia en el lenguaje, la belleza en
las imágenes o la originalidad en las metáforas. Su virtud, y seguramente su
defecto, reside en ser un escritor radicalmente posmoderno. Lo sé, no sólo
porque es evidente, sino porque él mismo me lo aseguró durante una entrevista.
Fue una charla amena y divertida, histórica y delirante, como lo es su concepción
de la literatura (una concepción festiva y estimulante que nada tiene que ver
con mi visión catastrofista, agónica y desquiciada de la cual, dicho sea de
paso, empiezo a estar harto aunque no logro averiguar cómo desentenderme de
ella). Durante esa charla Vilas y yo hablamos de política con sarcasmo y del
sarcasmo en la política. Hablamos de la Historia como gran ficción (las
imágenes del golpe de Estado de Tejero),
y de las ficciones de la Historia (la misteriosa actuación del rey tras el
levantamiento). Hablamos del rey, de Juan
Carlos I, como representante de esa colectividad llamada España, y de lo
ficticio que resulta que ese señor nos represente a todos. Hablamos de la
sociedad de consumo y de sus crisis y de sus (des)ventajas en el vestíbulo de
un hotel de cuatro estrellas donde su editorial le había reservado una de las
mejores suites. Hablamos y me gustó hablar con él. Me pareció un hombre con un
espíritu joven para tener ya 50 años. Me pareció sensato y elocuente. Me
pareció conciliador y discreto. No había en él rastro de envidia, rencor ni
mezquindad, y aún así me pareció profundamente español. Además, cosa extraña, a
su lado no me sentí desgraciado y zafio; es más, me alegré sinceramente por
haberle conocido, por su éxito, pequeño o grande, y por su buen hacer.
Entonces, ¿qué
significa ser español? ¿En qué consiste ese lugar llamado España y qué nos
aporta y qué nos niega? ¿Qué narices tengo yo en común con toda esa gente guapa
y elegante y exitosa que sale por la tele dándole las gracias a la madre que le
parió? Por ejemplo, un territorio, unas costumbres, un idioma. Por ejemplo,
una enseñanza, un pasado histórico, unos rasgos faciales, una selección de
jugadores, una amalgama de influencias artísticas. ¿Qué más? Una forma de
entender la política, una manera de hablar de los demás, una mitología popular
desordenada, un cancionero repetitivo y unas imágenes inalterables, una
bandera, una patria, un rey. Es decir, muy poco o nada. Ahora entiendo por qué somos
como somos. Manuel Vilas, tú y yo, incluso puede que hasta toda esa gente guapa
y elegante que hace cine (mejor, peor y tremendamente mal), incluso puede que
hasta el mismísimo rey, todos nosotros, todos vosotros, ahora lo entiendo, somos
peces raros nadando en las profundidades de un océano inconcebible llamado
España. Y todos somos diferentes y todos somos iguales porque todos somos
españoles y ¡olé!
Posdata: Mi más sincera enhorabuena a los premiados, lo
cual, a buen seguro, y como buenos españoles y españolas que son, les traerá
sin cuidado.
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