lunes 13 de febrero de 2012, 08:09h
El mes pasado dije una obviedad, aunque
tenga el dudoso mérito de haberla dicho antes que muchos otros: el PP debe dar
saltos de alegría cada mes que pase en este año sin que le estalle en la cara
la protesta callejera. Bueno, pues ya este mes de febrero ha comenzado la
greña, cuya perspectiva no es precisamente halagüeña.
Tengo que admitir que no soy demasiado
optimista en cuanto a que prevalezca el sentido común entre los actores
políticos y sociales en el delicado escenario actual. Y ello es debido,
insisto, a un problema de cultura política. En este país, importa tanto el
tratamiento sustantivo de los problemas, como el mantenimiento de los mitos y
las poses.
Es decir, aunque pudiera darse el supuesto
de que la reforma laboral que ha planteado el Gobierno fuera la acertada para
estas difíciles circunstancias, no existiría ninguna posibilidad de que los
sindicatos y la izquierda política la procesaran con sensatez. Porque antes
tienen que considerar lo que es políticamente correcto respecto del discurso
que se espera de ellos.
Ahora bien, tampoco la reforma laboral está
pensada en términos equilibrados. Su lógica es la que entiende el empresariado:
cómo lograr que mi empresa sea rentable en primer lugar. Y como resulta que los
costes del factor trabajo han sido moderadamente altos en los años de bonanza
económica, pues ahora hay que abaratarlos. Esa lógica es perfectamente
entendible por un Gobierno conservador, incluso si de verdad quiere sacar al
país de la crisis, con toda buena voluntad, como creo que sucede con el de
Rajoy.
¿Existe alguna alternativa a este choque de
buenas voluntades? Yo creo que sí, pero de nuevo guarda relación con un cambio
de cultura política que no veo cercano. Porque para ello, nuestra cultura
política debería incorporar la idea de los acuerdos nacionales para impulsar
políticas de Estado, cuando estas son imprescindibles. Ya mencioné que Alemania
nos lleva una tremenda delantera al respecto.
En efecto, nadie duda de que estamos en una
situación que necesita de "que todos rememos en una misma dirección", como
repiten los dirigentes políticos. ¿Y qué significa eso en términos de
relaciones laborales en las actuales circunstancias? Pues, por un lado,
significa que los empresarios grandes deben aceptar un tipo de negociación muy
ligada a la dinámica de los trabajadores organizados, y que los pequeños
empresarios deben obtener apoyo financiero para soportar unas negociaciones mas
focalizadas. Claro, esto necesita un sistema bancario que deje de apostar por
la especulación para aceptar riesgos productivos limitados pero comprometidos.
Pero, por el otro lado, significa que la
gente común, cuya mayoría depende de un salario, acepte que ya no se puede
vivir como hace unos años; acepte que es necesaria mucha más solidaridad entre
empleados y desempleados; acepte que es mejor media jornada de trabajo que
ninguna. Cierto, eso es muy difícil, principalmente para la clase media, cuando
la vitrina de los medios de comunicación sigue mostrando el desarrollo infinito
de las posibilidades de consumo. Pero la alternativa a la contención es la
esquizofrenia colectiva: seguir votando al PP en el plano político (como dicen
claramente las encuestas) y luego salir a la calle a protestar contra la
reforma laboral del PP. En algunos tiempos, esta contradicción se daba entre
clases muy diferenciadas, pero hoy esa contradicción se da en el seno del
cuerpo social, especialmente de las clases medias.
Así las cosas, caben varios posibles
escenarios. Uno, el que yo creo óptimo, que consistiría en un esfuerzo por
acercar posiciones, tanto desde el mundo político, como desde el social, para
lograr una solución concertada. Otro, su opuesto, que la greña escale de forma
imparable y nos metanos en una crisis política nacional violenta. Yo no creo
que ninguno de estos escenarios tengan las mayores probabilidades de darse,
pero posibles sí que podrían serlo.
Más bien creo que el escenario más probable
es el que podría llamar un juego de amenazas. El Gobierno se inclina por la
lógica de relanzamiento de la rentabilidad empresarial y los sindicatos (y la
izquierda política) se van a la calle. La tensión social aumenta y se logra
algún cambio en las propuestas del Gobierno, antes de que se produzca un
estallido demasiado violento. Alguien podría decir: ¿Pero esto no es jugar un
poco con fuego? ¿Y si los límites se sobrepasan involuntariamente? ¿No sería mejor
una cultura política que supiera diferenciar los momentos de emergencia y,
consecuentemente, proponer políticas de Estado? Pues puede que sí, pero a los
españoles, sean de donde sean, nos sigue gustando mucho más empezar por la
greña que por la negociación directa. Porque para esto hay que tener el coraje
de desprenderse de mitos y poses. Algo que en algunos casos, está ligado a la
idea de "dejar de pensar en porque no nos votaron, para pensar en los factores
de nuestra próxima victoria". Son los réditos políticos de la recesión, como
bien lo estamos comprobando.