Desde hace varios días intento recordar quién pronunció la
siguiente frase, aforismo o incluso sentencia judicial: "Al elegir a sus maestros, el escritor está dando la medida de su
talla". Estoy convencido de que puedo recordar al hombre, porque sin duda
fue un hombre, que está detrás de esta afirmación. He renunciado a escribirla
en Internet y que Google me lleve a una página donde pueda descubrirlo, quizá
porque en realidad no me fío de la información que hay en Internet (ni siquiera
de la que vuelco yo mismo), quizá porque mantener activa la memoria y la
asociación de ideas es el último reducto de creatividad al que podemos
aferrarnos los escritores.
La frase en cuestión, no me cabe duda, podría haberla
escrito Thomas Bernhard en su maravilloso
libro Maestros antiguos; pero me temo
que no fue él. Por la ingeniosidad y la puntería de su postulado también cabría
la posibilidad de que fuera el propio Cervantes
quien la hubiera puesto en boca de Sancho o del Licenciado Vidriera. Sin
embargo es demasiado sencilla para cualquiera de los tres. En un momento de
desilusión y zozobra, me armé de valor y fui a un "evento literario" donde creí
dar con la solución: Fue Ray Loriga
hablando de Enrique Vila-Matas
hablando de Robert Walser durante la
presentación del último libro escrito por Ray Loriga y elogiado por Enrique
Vila-Matas bajo el auspicio del fantasma de Robert Walser. Desde luego, esto podría
ser del todo cierto, pero la verdad siempre es más prosaica. La frase, "al
elegir a sus maestros, el escritor está dando la medida de su talla", esta
máxima perentoria y costurera surgió de lo más profundo de mi mente nada más terminar
de leer la última novela del joven argentino Patricio Pron, El espíritu de
mis padres sigue subiendo en la lluvia.
Patricio Pron, reconocido discípulo (signifique lo que
signifique eso hoy en día) del maestro Roberto
Bolaño, amén de otros genios, es un autor genuino, con personalidad, dotado
para la ficción, la autoficción, la intertextualidad y algún que otro recurso postmoderno
más con los que comulga a regañadientes (tal vez porque sabe que la mayoría no
son innovaciones sino meras repeticiones formales); pero sobre todo es un escritor
verdadero. O lo que es lo mismo: un hombre que desde su lugar en el mundo pelea
por sacar adelante una literatura que se enfrente a los mejores, un lenguaje
que rinda homenaje a la sintaxis, una emotividad que haga sacar los colores sin
dejar lugar al patetismo, una escritura,
en definitiva, comprometida consigo misma y con el rescate de la verdad, su
máxima expresión, su única meta, su epifanía y su catarsis. Porque Pron,
aplicado y voluntarioso, urde sus tramas con precisión de relojero y elige con
sobrada intencionalidad sus historias aunque al final lo deje todo en nuestras
manos. Después de hacernos unas cuantas revelaciones, después de investigar lo
asombroso que oculta lo cotidiano, después de barruntar diversas equivocaciones
históricas, Pron nos coge de la mano y antes de llegar al final del túnel nos la
suelta y desaparece. O mejor, siguiendo su juego de metáforas, nos deja dentro
de un bosque con la esperanza de (y el miedo a) salir.
Los tres libros que
ha publicado Pron en Mondadori son (siempre desde mi perturbado punto de
vista) tres joyas, tres obras de arte, tres monumentos, pequeños pero sólidos,
en honor a la escritura. No son la piedra de Rosseta (a estas alturas de la
historia de la literatura qué podemos esperar), pero son tres obras importantes.
Y lo son, en parte, por lo que tienen de únicas y por lo que las entronca con
otras tres obras (o más) de su querido maestro, el chileno Bolaño. Así, por
ejemplo, El comienzo de la primavera se
plantea como una búsqueda literaria y vital en la estela de la emprendida por
los poetas realvisceralistas de Los
detectives salvajes. Cualquiera de los cuentos agrupados en El mundo sin las personas que lo afean y lo
arruinan podría pertenecer sin desmerecerlo a Putas asesinas. Y El espíritu
de mis padres sigue subiendo en la lluvia tiene ecos de Estrella distante e incluso de Nocturno de Chile. Estas
correspondencias, que tantos otros pueden considerar deudas o defectos, son, a
mi juicio (recuerda esto: estoy perturbado) maravillosas analogías del
funcionamiento de la narrativa, de la escritura y hasta del primigenio
desarrollo de la vida: sólo podemos aprender algo mirando cómo lo hacen los
demás. Y eso no es un aforismo inteligente o una cita célebre; es, sencillamente,
la verdad.
Por desgracia, como bien sabía Bernhard, "por muchos que sean los grandes ingenios y
los Maestros Antiguos que hayamos tomado por compañeros, no sustituyen a nadie;
al final nos dejan solos". Bolaño, en vida, no quiso ser maestro de nadie
pero tras su muerte se convirtió en el maestro de todos nosotros. No dejemos
que Patricio Pron se escabulla sin habernos mostrado antes los límites del bosque,
y si no puede acompañarnos hasta llegar a cielo abierto no le pidamos cuentas
ni le tengamos rencor porque en sus libros hallaremos varias salidas luminosas frente
a la encrucijada inextricable que es hacer de la literatura una obra de arte,
un enigma y una incitación.
Un ejemplo. En
uno de sus mejores cuentos Pron escribe:
Si pudiera rescataría
a todos los escritores desesperados, me quedaría de pie con los brazos abiertos
en el campo de centeno y los atajaría para que nunca sintieran dolor ni
desesperación.
Una promesa. Hace
unas semanas, Pron escribió lo siguiente en la revista LetrasLibres refiriéndose a la literatura
que han de parir los nuevos escritores en el siglo XXI:
Estoy seguro de que
seréis vosotros los que produciréis esa literatura (comprometida,
arriesgada, pura) y un día tendréis que
marchar a la guerra por ella. Ese día yo iré a la guerra con vosotros, os lo
prometo.
Una
esperanza.
Si es eso cierto, querido Patricio, toma mi mano y
vamos juntos a la batalla porque la guerra ya ha comenzado.