Están concebidos para que sean útiles, no justos
Los mercados: dónde hay que mirar
martes 20 de septiembre de 2011, 13:37h
Reconozco que hay temas que
no me agradan. Una de las cosas que menos me gusta es cuando tengo que
argumentar a favor de temas que no habrían de necesitar defensores. Mi rechazo procede de la convicción de
que si hay que defender algo que no precisa defensa es que, en el
fondo, los argumentos que hay que combatir son pobres, dirigidos por la
manipulación, interesados, y con pretensión de ocultar la verdad o
distraer la atención. No me apetece perder el tiempo
discutiendo evidencias, y reconozco que no tengo paciencia para
enredarme en debates en los que la manipulación de los conceptos, o la
defensa de intereses bastardos, son evidentes. Lo que seguramente me
ocurre es que no tengo madera de héroe, y sospecho que
nunca me pondría frente a un público escéptico al que tratar de
convencer de que el emperador va desnudo, y desde luego no frente al
edecán del emperador que con vehemencia, incluso con amenazas, me
describiese los maravillosos bordados de su traje. Definitivamente no
soy un héroe. Sin embargo, y no sin
esfuerzo, he aceptado el encargo de mi querida Yolanda de escribir sobre
los mercados, sobre su supuesto carácter de nido de víboras que se alimentan de sangre y sudor humano. Ayer y hoy de los griegos, pero mañana cabe que también del nuestro.
No
recuerdo haber votado nunca a Felipe González, pero sí recuerdo
perfectamente qué hacía y con quién estaba cuando, en octubre de 1982, arrasó en las elecciones generales y la
ilusión que me provocó aquella victoria. Era entonces un estudiante
universitario, y no sospechaba que más de una década después aborrecería
profundamente aquellos años de su último mandato empapados de corrupción y manipulación. Lo señalo así, porque vuelve a gustarme escuchar a Felipe. Su posición le permite decir lo que le da la gana, y solo a personajes
como Felipe la sociedad escucha y permite hablar sobre desnudeces, que
se convierten en titulares, aunque muchas veces, no se haga precisamente
el titular de la parte más interesante de su discurso, sino de la parte
que más vende. Por eso a estos personajes, conviene escucharlos en
vivo, después leerlos, y por último, muy por último, atender a los
titulares que generan.
Hace unos días, Felipe
González acudía a la presentación de un libro de Jose Ignacio
Torreblanca sobre la fragmentación del poder en Europa. En plena crisis
de deuda soberana, con la reforma constitucional recién aprobada, y
lloviendo torrencialmente sobre nuestras cabezas, Felipe González
reconvenía a López Garrido, y nos acusaba como españoles de memoria
frágil, y nos recordaba que Europa "no impone nada". No estamos haciendo lo que nos impone Europa, hacemos lo que queremos hacer, y si lo hacemos es porque creemos que nos conviene, no porque nadie nos lo imponga. Me
gustó escuchar esto, porque de tanto tratar de encontrar culpables
sobre los que expiar el dolor social que provoca la crisis, llega
un momento que los acusadores se sienten lo suficientemente valientes
para girarse en cualquier dirección levantando el dedo contra aquel que
tenga pinta de ser sospechoso. Y los demás, aun conociendo que no puede
acusarse a quien hasta hace un instante fue un instrumento útil, se
callan y doblando la cerviz, agradecen que la culpa sea de otro. Si de
ese otro he sacado provecho mientras las circunstancias lo permitieron y
ahora aparece como culpable, mis posibles culpas aparecen así
redimidas.
Del mismo modo que
González recuerda que estamos donde estamos por Europa, y que si
aceptamos lo que aceptamos lo hacemos porque nos conviene y no porque
nos lo impongan, lo mismo ocurre con los mercados financieros. No nos
gusta la extrema derecha que empieza a dar síntomas de encontrar un
espacio en las sociedades avanzadas del norte de Europa, del mismo modo
que no nos gusta la política de los filoterroristas del sur, pero, si
queremos aceptar que vivimos en una sociedad democrática, tenemos que
aceptar que existen disfunciones que, aprovechando las instituciones de
las que nos servimos para el progreso económico y social, generan algunos monstruos a los que solo podemos combatir con la ley, con la razón y el conocimiento.
Las organizaciones
complejas como la sociedad moderna, siguen necesitando de explicaciones
sencillas, pero no siempre las explicaciones sencillas son posibles. Los
mercados financieros son mecanismos complejos, y los que vivimos en sus
inmediaciones sabemos que distan mucho de ser mecanismos perfectos. Y
no sólo no son perfectos, sino que se parecen muy poco a lo que la
sociedad entendería como lugar donde hay un equilibrado reparto de
justicia. Los mercados están concebidos para que sean útiles, no justos,
y para que contribuyan al desarrollo de la sociedad mediante una
adecuada reasignación de riesgos. Cuanto más compleja y más
avanzada es la sociedad, más complejos son también los riesgos que ha
de gestionar, y por lo tanto más exigente es con sus mercados
financieros. Estos responden diseñando productos que pretenden atender a la demanda de seguridad que exige la sociedad. Para
estimular su creatividad se permiten mecanismos de recompensa, que en
situaciones de crecimiento son escasamente cuestionadas, pero que en
situaciones de crisis, y en particular en una tan aguda como la que
padecemos, son objeto de señalamiento y de acusación, acudiendo en
muchos casos a verdades comunes que en poco ayudan a entender lo que nos
ocurre y, por lo tanto, nos mantienen alejados de la solución.
Riesgos sistémico
No querer entender los mercados va en beneficio del reducido grupo de monstruos que lo habitan. Son
monstruos que se precisan para asumir la parte de riesgos que otros no
están dispuestos a soportar, y su actividad ha de estar estrechamente
vigilada y regulada. La sociedad los precisa para
desprenderse de riesgos indeseados, pero al tiempo los teme, porque en
el ejercicio de su actividad son capaces de generar un riesgo que va más
allá del que absorben y que con esta crisis ha pasado de los libros de
texto a la realidad cotidiana, y que conocemos como riesgo sistémico. La
actividad de estos monstruos se concentra en una parte pequeña de los
mercados financieros, quizá no mayor del 10% del conjunto, pero que
tienen una considerable capacidad de generar energía, de modo que llevan
a confundir el todo con la parte. Atienden al requerimiento de fuerzas
anticíclicas, que ayuden a garantizar el rendimiento del ahorro en
situaciones de adversidad. Nadie quiere que su compañía de seguros, o su
fondo de pensiones, o su fondo de inversión se vea arrastrado a
incumplir con aquello que comprometen.
Para que cada día
nuestro sistema de libre mercado funcione, y ofrezca lo que la sociedad
le demanda en sus múltiples formas, es necesario que otros se vean
estimulados a asumir los riesgos que nosotros no deseamos. Cómo, si no,
podríamos comprar o vender valores de cualquier tipo, en cualquier
cuantía y en cualquier momento, u obtener rentabilidad de nuestro ahorro
para compensar la inflación, o encontrar una compañía dispuesta a
asegurarnos de enfermedad, o de vida, o garantizarnos una renta en el
caso de jubilación o de un siniestro de cualquier índole, u
ofrecernos un crédito cuando queremos adquirir una vivienda o iniciar
un negocio. Los mercados financieros son el gran supermercado en el que
compramos y vendemos cada día, y alguien ha de estar allí para hacer de
comprador cuando queremos vender y de vendedor cuando compramos.
Decir que
los mercados nos llevan aquí o allá cual peleles, y que son ellos los
que imponen lo que la sociedad ha de hacer, es una estupidez, no menor
que decir que lo que hacemos se nos impone desde Europa. La
sociedad decide acerca de los mecanismos de los que se dota, y cuando
estos mecanismos son complejos, tiene que exigir a sus gobernantes una
adecuada regulación, y ofrecer a sus ciudadanos una adecuada formación. Si
hay algo que nos diferencia para bien de las economías emergentes a las
que ahora admiramos, envidiamos y tememos, es que disponemos de
mecanismos de seguridad que en gran medida descansan en la tupida red de
los mercados financieros. Es algo propio de nuestra sociedad avanzada, y
algo de lo que ellos carecen y aspiran a replicar.
Lo peor que puede
ocurrirnos, es que los que nos gobiernan, se acomoden en comprar la
mercancía de los falsos profetas que nos advierten de la maldad
intrínseca de los mercados financieros, y que lejos de regular para
estimular su adecuado funcionamiento, pretendan imponer una "camisa de
hormigón" sobre su núcleo más caliente, haciendo ver que con ello, se
anulan y corrigen las conductas no deseadas de los monstruos que, en una
sociedad avanzada que exige de gestionar sus riesgos, necesariamente
han de habitar en los mercados financieros.
He de reconocer que en esto, en regular, hay
voluntad de avanzar. A mayor complejidad, más inmediata y cercana ha de
ser la regulación. Veo sin embargo entre poco y muy poco en la voluntad
de formar a los ciudadanos. Aquí, que es donde los gobernantes pueden
hacer algo de mucho más valor que regular, aplicando eso de que no es más útil quien me da un pez sino quien me enseña a pescar, es donde los avances son muy escasos. En
este campo hay mucho que trabajar, porque es en ese nivel donde se
incuban muchos de los gérmenes que, en última instancia, alimentan, de
modo indeseado y con incentivos perversos, a los monstruos que, paradójicamente y para nuestra tranquilidad, necesitamos que habiten en nuestros mercados financieros.
Lo que me sorprende de
esta crisis es que, a pesar de cómo se sataniza a los mercados
financieros, apenas sólo los islandeses han puesto el dedo sobre los que
por acción u omisión permitieron que los monstruos dominaran el
sistema, contaminándolo hasta destruirlo. En ningún otro sitio más. No son los mercados, son algunos de sus actores, con la complicidad activa o pasiva de los reguladores los que, movidos por incentivos perversos, los destruyen, arrasando vidas y bienes. Yo, miraría ahí.